oncebida como una ópera épica -solemnidad sobre esplendor, ritualización sobre impostura-, todo cuanto se da cita en El hombre del norte reclama el exceso y la excelencia. Su historia, con la que Shakespeare alumbró hasta devorar en demencia a Hamlet, abruma y desarma por su esencialidad. Su relato es sencillo, convencional; una canónica historia de amor y malignidad que se repite en todos los países, en todas las culturas. De ahí que resulte universal y que su grafía se perciba como telúrica. Con ella, Eggers levanta una oda marcial a ese pulso inacabado que nos conforma como seres humanos. En su zona nuclear palpita esa crueldad que nos hace y no cesa: Apolo a un lado; Dionisio en su contra. Aquello que Freud escenificó, el enigma irresuelto entre el llamado principio de placer y la pulsión de muerte. El yin y el yang, lo masculino y lo femenino, la noche y el día. Esa es la retórica que nos conforma para repetir, como una plegaria, que nacimos del verbo y somos dialéctica. De amor y de violencia, de antropología y sueños habla este filme cuya extrema crueldad inequívocamente rima con lo que ahora acontece en Ucrania. En realidad, en este duelo de fieras ensangrentadas, los vikingos de Eggers se parecen mucho a los mercenarios chechenos y a los nazis de la ultraderecha de Ucrania. Buscan lo mismo: saciar una sed enfermiza de odio, muerte y rabia.

Eggers funde en su tercer largometraje, tras La bruja y El faro, lo que en sus obras anteriores le caracterizaron. En realidad, El hombre del norte suma la angustia del mar y la pesadilla de ese faro en una isla sin vida que servía de escenario al duelo entre dos hombres, con las raíces sin fin y el misterio sin lógica de la naturaleza insondable de unos bosques donde reinan las brujas. Sin embargo, en sus dos piezas anteriores Eggers no habló del amor.

Aquí el amor y la maternidad presiden la mayor parte del relato; la otra, lo niega. Aquí Eggers se ha servido de sí mismo, de los fantasmas que le vieron nacer y de todo aquello que durante estos años le alimenta. Enciclopédico y obsesivo, Eggers bucea en el pasado para tejer su presente. Reconstruye ese imaginario vikingo tan reclamado en estos tiempos. Busca rigor y verosimilitud, aunque a veces quebrante sus propias reglas. Como esos dientes de la walkiria celestial y su vuelo al walhalla que hubieran espeluznado al Fritz Lang de Los Nibelungos.

Pero Eggers no trabaja para el pasado, sino para el público del presente. Su galería de referencias sabe del ayer pero se mide con el hoy. No es fortuito que en El hombre del norte habiten tres supervivientes laborales de Lars von Trier: Nicole Kidman, Willen Dafoe y Björk. En su reciclar se reconocen muchas, muchísimas referencias: de Mamoru Oshii a John Boorman. Del norte y del sur, de oriente y de occidente. De La pasión de Cristo de Gibson al Conan de Milius. De hecho, los ecos que nutren a El hombre del norte resuenan como su banda sonora, de manera poliédrica, ancestral y perturbadora. Todo aspira a ser hipnótico y/o fascinante.

Eggers, un director que como Guy Maddin parecía inaceptable para el cine de gran producción, paga el peaje que se le reclama, hace concesiones, como esa reina que se avecina, y sale ileso del reto sin renunciar a su manera. Esa que deja sin aliento porque su insolente mirada mezcla la pólvora de Leone con la angustia de Tarkovski. Con ella, Eggers funde la imaginería griega de los guerreros de Troya con las masacres nazis de fuego y sangre. Sin espacio para desmenuzar su interior, queda asomarse al espejo que propone y convocar el Duelo a garrotazos que Goya pintó hace dos siglos. Tenía el pintor 76 años y ninguna esperanza. Eggers no ha cumplido los 39 pero su obra rezuma idéntica confianza en el hombre: ninguna.

EL HOMBRE DEL NORTE (THE NORTHMAN)

Dirección: Robert Eggers.

Guion: Robert Eggers y Sjón Sigurdsson.

Intérpretes: Alexander Skarsgärd, Nicole Kidman, Anya Taylor-Joy, Claes Bang, Ethan Hawke, Willem Dafoe, Björk, Oskar Novak y Gustav Lindh.

País: EEUU. 2022.

Duración: 136 minutos.