Cuando las hadas rodearon la cuna de Philippe Jaroussky aquel no lejano año 1978, hicieron un excelente trabajo. Ya sabemos que cuando se empieza hablando de hadas es siempre para contar un cuento, pero lo cierto es que aquí las hadas no hacían falta, pues vinieron todas de París con la criatura, que hace pocas semanas ha hecho, como siempre, que el tiempo se detenga y nos ha embrujado en el Kursaal con el fluir de plata líquida de su voz en una ocasión que seguramente nadie olvidará, pues posee el don de iluminar el escenario y convertirlo en un espacio mágico. Mágica fue también la actitud del público donostiarra, que al final de cada aria guardó absoluto silencio por unos instantes -cosa poco frecuente-, respetando por intuición y buen gusto ese momento de recogimiento que es tan importante para nuestro artista.

El título de este artículo es evocación de Maurice Ravel y su ópera o mejor "fantasía lírica" (1925), ante cuyo travieso protagonista cobran vida los objetos. Puro sortilegio fue el concierto del Kursaal, cuyo programa fue una sabia selección de arias de dos compositores supremos del Barroco escritas para sus castrati: Haendel para Carestini y el napolitano Nicola Porpora para su discípulo Farinelli. Célebre por sus interpretaciones del Barroco, con las que inició su trayectoria, Jaroussky no se ha conformado con esas maravillas pirotécnicas o líricas, sino que, de manera creciente con los años, ha ido buscando un mundo más espiritual e íntimo, sea comunicado por la música sacra del propio Barroco, los Liederde Schubert o la mélodie francesa entre el siglo XIX y el XX, explorando a la par diversas formas de acompañamiento, ya no sólo la orquesta barroca -de sonoridad sutil pero que va aumentando con el tiempo aun estando todavía lejos de la gran orquesta sinfónica del XIX- sino el piano, formaciones camerísticas de cuerda o, ahora mismo, la guitarra, no tanta novedad porque en sus interpretaciones de música italiana del XVII, menos conocida que la del XVIII pero de igual excelencia, ha cantado con acompañamiento de tiorba, laúd, guitarra barroca o arpa.

Dentro del inmenso mundo del Barroco son conocidas sobre todo sus versiones de Vivaldi y Haendel; del primero ha declarado su gusto por su lado sensible, sencillo y poético, presente tanto en infinidad de arias de sus óperas como en su música religiosa, géneros ambos recuperados en tiempos bastante recientes tras una larga y reductora identificación exclusiva del veneciano con los conciertos y sonatas; para el segundo esperó a que su voz madurase a fin de adaptar óptimamente el repertorio de los grandes castrati del XVIII, cuyas voces podemos calibrar (relativamente) sobre todo por la exigente música escrita para ellos. Aparte de media docena de óperas completas de cada uno de estos dos gigantes de la música barroca -y en el XVII las de Monteverdi y sendas cimas del romano Stefano Landi y del véneto Agostino Steffani-, generalmente en los papeles que le van bien por tesitura, estilo y personalidad, personajes más suaves que heroicos, buscando siempre lo dulce y evitando lo fuerte y lo brusco, ha profundizado en la producción de ambos con un gran número de arias tanto de coloratura como líricas; en las primeras ha asombrado siempre con la sensacional agilidad, pureza y limpidez de sus agudos. Siendo su voz en principio poco "operística", más dulce y delicada que potente, ha tenido que trabajar de manera especial la proyección para poder abordar este repertorio.

Es difícil elegir unas pocas piezas destacadas de su trayectoria, pero en la mente de todos los aficionados está, por ejemplo, Vedrò con mio diletto (Vivaldi, Il Giustino), encantadora aria muy sopranil de la que ha hecho una interpretación lánguida y evanescente donde ha puesto en juego todas sus cualidades; hay que mencionar también al menos la extática Alto Giove (Porpora, Polifemo), la tierna Tu m'offendi (Vivaldi, La verità in cimento), la archicélebre Ombra mai fu (Haendel, Serse) o La dolce fiamma (Johann Christian Bach, Adriano in Siria), cuya gracia rococó le va como anillo al dedo. Un detalle a destacar es su preferencia por cantar las arias precedidas de sus correspondientes recitativos, tan relevantes para establecer su contexto argumental y emocional.

Mención aparte requiere su recreación del papel titular del Artaserse (1730) del napolitano Leonardo Vinci: dentro de una absoluta fidelidad a libreto y música, la convierte en otra cosa, impregnada de su propia personalidad. En ópera tan sombría y trágica, el aria Nuvoletta opposta al sole es un episodio fresco y alegre y una declaración de confianza en el amigo-amado injustamente acusado; en su versión deviene una melodía casi bailada a la par que cantada, todo en una manera juguetona y coqueta llena de gracia y elegancia.

Brilla de manera singular en la música del XVII, de gran refinamiento y complejidad: Possente spirito (Monteverdi, Orfeo); L'Eraclito amoroso (cantata de Barbara Strozzi) o su primer disco, Musiche varie de Benedetto Ferrari, amén del puesto muy señalado que otorgo siempre a la excepcional Sfere amiche (Agostino Steffani, Niobe), metáfora sonora de la armonía de las esferas en la teoría pitagórica y reflexión poética sobre el poder de la música, llevada a la perfección por la voz etérea, la sobrenatural línea vocal, flotante y sedosa, y la infinita delicadeza de nuestro artista.

Aprovechando que mi último libro versaba sobre el teatro del Siglo de Oro ofrecí un admirado análisis de Celos aun del aire matan (1660), ópera de Juan Hidago sobre libreto de Calderón y única española del XVII conservada de las tres cuya existencia se conoce; recuperadas copias de la partitura en las décadas de 1920 y 1940 y reconstruida la música por el gran musicólogo catalán Francesc Bonastre, fallecido en 2017, la ópera se estrenó en el Teatro Real en octubre de 2000 bajo la dirección de Jean-Claude Malgoire -que también nos dejó en 2018-, impulsor de la recuperación de la música barroca y de la ejecución con instrumentos antiguos. Al margen de la trascendencia de esta bellísima obra en el nacimiento de la música escénica en España, resulta que Jaroussky -que había trabajado ya ese mismo año con Malgoire en la trilogía operística de Monteverdi y había debutado en 1999 con Gérard Lesne, el mítico contratenor francés-, hizo en ella un papel breve y aparentemente secundario pero clave en el desarrollo de la historia, que es la de los mitológicos Céfalo y Procris: es Alecto, una de las tres Furias o Erinnias y la encargada de inspirar, de un modo nada "furioso" sino sutil e insinuante, los celos en el ánimo de la protagonista, celos que desencadenan la tragedia y dan su título a la ópera. Emboba comprobar cómo su voz se diferencia de la de las otras sopranos con las que comparte escenas: primero con la diosa Diana y otras dos Furias y luego con Procris.

Del inagotable capítulo del Barroco religioso me limitaré a citar el Cum dederit de la cantata Nisi Dominus de Vivaldi; su letra alusiva al sueño inspiró al prete rosso la utilización de la cadenciosa siciliana, lento ritmo de danza idóneo para producir una sensación de quietud y sosiego nocturno; los violines usan sordina de piombi (plomos) para amortiguar aún más la sonoridad y producir un murmullo envolvente. La construcción de la obra y la relación entre voz y acompañamiento orquestal es absolutamente genial en su sencillez; compuesta para contralto con su registro muy central, en el color de soprano de Jaroussky adquiere una transparencia y una angelidad insuperables, y el ascenso por semitonos de la segunda sección cobra el sentido de una aérea elevación, una marcha hacia el Paraíso que en voces más graves no funciona, o al menos no de la misma manera, de modo que su versión reinterpreta la inspiración del compositor y le confiere su verdadera dimensión, como auténtico intérprete-creador. Dentro de la teoría de la expresión de los afectos por la música, dominantes en la época, aquí resulta adecuada la descripción que Marc-Antoine Charpentier, exquisito compositor del Barroco francés, hace de la tonalidad de Sol menor como "severa y magnífica".

Por lo que se refiere al oratorio -género cuya denominación ya indica su origen y su función- no es necesariamente cierto, como a veces se piensa, que las voces graves sean capaces de mayor dramatismo, ni mucho menos que posean más colores. Y es que el dramatismo no consiste solamente en la fuerza, ni tampoco en la sonoridad de los graves, siendo ésta tan admirable; cuando el intérprete es genial usa los recursos no sólo de su técnica sino también de su sensibilidad, y el resultado es tanto más conmovedor cuanto que la delicadeza de Jaroussky nos habla de la fragilidad del ser humano, su caducidad, su ineluctable sujeción al sufrimiento y la muerte. Uno de sus prodigios es justamente su riqueza de colores a pesar de su tesitura aguda, así como una riqueza en armónicos -en los propios de una voz de este tipo- inesperada y mayor que la de otras más graves, todo lo cual se combina con un timbre personalísimo e inconfundible, cristalino y diáfano, poseedor de una claridad y una dulzura incomparables.

Tardó muchos años en acometer la música sacra del Barroco alemán por su actitud humilde y reverente hacia la música, creyendo que no estaba preparado para aquel reto, que lo obligó a trabajar arduamente para conseguir unos graves más propios de la cuerda del "altus" alemán (contralto), para la cual está escrita. Merecía la pena este trabajo por salirse de su tesitura y de su naturaleza, pues sus interpretaciones de Bach y de Telemann, con su profundización en el estilo y la intensa emoción que les confiere, han constituido un hito en la manera de entender esta música sublime, que se sitúa en esa cima adonde nuestra especie, a veces tan decepcionante, es capaz de llegar en materia de arte y espiritualidad. Es admirable ese esfuerzo, al que le obligaban también otros géneros musicales, por abarcar esos graves que ni siquiera están en su voz hablada -voz de pecho- deliciosamente alta y cantarina.

Una nueva dimensión ha dado también al género de la mélodie, que pone poesía y música en un plano de igualdad y dependencia mutua. Exige equilibrio y sobriedad y unas cualidades diferentes a las requeridas por la ópera; es un mundo de intimidad, de ensueño e introspección. En realidad, todo en Jaroussky lo conducía a este terreno, de todos modos explorado por él desde mucho antes de grabar con Jérôme Ducros, su formidable pianista habitual, sus álbumes de 2009 y 2015, el segundo doble y dedicado a poemas de Verlaine, el atormentado y genial poeta simbolista que ha inspirado cosa de mil quinientas versiones musicales. Lo cierto es que la musicalidad inigualable de Jaroussky, su fraseo y su manera de "decir" el texto, su capacidad para sugerir sensaciones y sentimientos inaprehensibles y vaporosos, su mismo deleite en el despojamiento hasta quedarse en lo esencial, hacen que el sueño de los poetas simbolistas -hacer "música" con el lenguaje- se cumpla más allá de la inspiración de compositores como Debussy, Fauré o Ravel, por nombrar sólo los más conocidos, inspiración a la cual, una vez más, añade una nueva "capa" de significado y de sentido. De estos rasgos es excelente ejemplo L'heure exquise, poema de Verlaine musicado por Reynaldo Hahn, uno de los grandes amores de Marcel Proust. Todos estos nombres gloriosos se unen en una tenue melodía de enorme sencillez, casi más recitada que cantada, perfecto claro de luna de pintura impresionista y a la vez un lugar donde música y silencio se funden en una ensoñación fuera del tiempo y del espacio.

Ahondar en sentimientos y emociones era también su objetivo al aproximarse a los Lieder de Schubert, de cuya grabación esperamos disfrutar pronto por fin y no sólo de alguno que va incluyendo en los recitales. De nuestro intérprete se puede decir que toda palabra que sale de sus labios tiene la virtud de convertirse en palabra poética.

Su evolución personal y artística lo sitúa sin duda para una nueva etapa en este ámbito de lo íntimo y lo meditativo, en busca de una mayor espiritualidad también por una necesidad interior, y una vez hecho ya cuanto se podía hacer en el de lo operístico. No solamente para cuidar tan delicado instrumento vocal sino también para explorar nuevos matices y sutilezas de expresión, esperamos también que, aparte de programas de arias tan bien elegidas como el que recientemente nos deslumbró en el Kursaal, persevere en esa sabia línea de recogimiento, como muestra su último álbum, una selección de canciones con acompañamiento transcrito para guitarra y con un instrumentista de excepción, Thibaut Garcia. No puedo dejar de citar las recreaciones que hace de las piezas de Britten, Poulenc y Dowland, amén del Lamento de Dido de Purcell y su encantadora versión de El mirar de la Maja de Granados.

Para una próxima visita a Donostia no estaría mal que incluyera en el programa alguna canción vasca, por ejemplo Aurtxoa seaskan, la preciosa canción de cuna del hernaniarra Gabriel Olaizola, o también, convertido en coro el público, se la podríamos cantar nosotros como homenaje de despedida, claro está que con su título completo, Aurtxoa polita seaskan. Su buen hacer en esta modalidad quedó bien acreditado en la anónima Ninna nanna alla napoletana del siglo XVIII, pero además nos deleitó hace pocos días en el Palau de la Música de Barcelona con una propina en catalán, Mareta, mareta ("Madrecita, madrecita") donde es la niña la que canta a la madre.

Ha guiado esta constante búsqueda de estilos, colores y matices el afán de ahondar en las emociones y los sentimientos: los que encierra la música desde su nacimiento en la mente y las manos del compositor y los que expresa un intérprete que responde a cada modulación emotiva como un violín, con una fluida y luminosa sonoridad que sólo a este instrumento se puede comparar aunque de manera aproximada, pues no hay sonido en la tierra parangonable a esta voz. Por otra parte, la maduración personal, la inquietud e interrogación permanente sobre la condición humana, el sentido de la vida y de nuestra presencia en el mundo, el destino que nos aguarda, la manera de hacer frente a la angustia existencial, lo han empujado a explorar repertorios de mayor trascendencia, singularmente en la mencionada forma oratorio, puesto que la espiritualidad no es dominio exclusivo de los creyentes sino un inmenso territorio abierto a todos nosotros.

Tras veintidós años de carrera, sus infinitos registros, matices, emociones, recursos, sugestiones, colores, constituyen una riqueza creativa e interpretativa fuera de lo común por la singularidad de su voz y de su personalidad artística y humana. Su formación como músico integral - violinista, pianista, musicólogo, director de orquesta, profesor en su escuela- no sólo como cantante, le ha dado lo que anhelaba desde la niñez, desde que Gérard Bertrand, su profesor de música del colegio, descubrió su talento: una absorción total, espiritual y física, en la gloria y la embriaguez de la música. Talento que no es tal sino auténtico genio, contra la convención de atribuir éste al compositor y aquél al intérprete, al que en muchos casos y muy evidentemente en el que nos ocupa reivindicamos como co-creador.

Acompañado no sólo de una inteligencia superdotada y de una elegancia espiritual sin parangón sino también de unos valores humanos y un sentido ético de gran solidez ya desde su ambiente familiar, cree en lo público y desea democratizar el acceso a la música clásica, pero no sólo en teoría sino con la fundación, en 2017, de su Académie Musicale en las inmediaciones de París. Destinada a niños y jóvenes de familias con pocos recursos, su dirección está en manos de Sébastien Leroux, su pareja, un hombretón de mente lúcida y gran talento organizativo. Y su última aventura es la dirección: ya desde 2002 con su conjunto barroco Artaserse, pero desde el año pasado como director de orquesta; curiosamente, debutó como cantante y como director con sendos oratorios del mismo compositor, Alessandro Scarlatti: Sedecia e Il primo omicidio respectivamente; en 2022 dirigirá su primera ópera, Giulio Cesare de Haendel. Rezamos a todos los dioses del Olimpo para que estas exigentes tareas no le hagan abandonar demasiado el canto. Sí es posible que den impulso a otra vocación suya, la del musicólogo y el investigador, ejercidas desde sus años de estudiante en el Conservatorio y que lo ha llevado a contribuir a la recuperación de compositores y obras olvidados -tanto del Barroco como de la mélodie- e incluso intérpretes, como sucedió con el gran castrato Carestini.

Su voz no es sólo canto, es la música en estado puro, es un precipitado químico de belleza y armonía. Se podría resumir en una paradoja: Philippe Jaroussky no canta, hace música. La hace con su voz, pero también con todo su cuerpo y toda su alma. La concibe en su interior, la gesta y la da a luz, haciéndola suya y creándola de nuevo; fluye de su interior, de ahí la sensación de identidad entre arte y artista y de perfecta armonía entre persona, personalidad, voz, estilo, sensibilidad e incluso físico, como ya destaqué en mi primer escrito sobre él con el asombro del casi incrédulo y ratifico al cabo de un buen trecho del camino del investigador. A esa armonía se debe la naturalidad con que esa voz, esos agudos, brotan del crisol donde se efectúa la alquimia secreta de su magia; su voz es como una cinta de seda que flota sin peso, flexible y dúctil, creando un caleidoscopio infinito de colores que suspende el ánimo del oyente.

Indagaba Jean-Loup Charvet, contratenor y musicólogo francés prematuramente fallecido en 1998, a qué se debió el entusiasmo del Barroco por aquella gama de voces: el falsetista, el castrato- que desplazará al falsetista por su mayor potencia y registro-, el "alto" -para el que se concibe el gran Barroco sacro alemán-, el haute-contre o tenor alto -el amo en la música francesa y similar al countertenor inglés, la voz purcelliana-, es decir, la gama de voces para las cuales se crea la música más sensacional de la historia, voces agudas y superagudas masculinas: más o menos masculinas, pues la cuestión de la ambigüedad y la androginia es otro inagotable campo de trabajo, si cabe aún más apasionante. Se pregunta Charvet de qué forma de espiritualidad son intérpretes estas voces, y en su pregunta está la clave del misterio. La nostalgia del Paraíso, la evocación de una dimensión celestial, fuera del mundo, estuvo en los orígenes medievales, dentro de una estética de la desmaterialización bien visible en su culminación, la arquitectura gótica.

La referencia a las voces de ángeles parece un tópico cuando se habla de ellas, pero tiene un fundamento real en la función que históricamente han tenido -y los textos antiguos aluden a ello constantemente-, en tanto que el Barroco aspira a conciliar lo espiritual y lo sensual y eleva la voz del castrato, el primo uomo -voz heroica, poderosa, de inusitado registro, pasmosos agudos y graves y un fiato casi sobrehumano- a protagonista de la ópera. La música compuesta para ellos constituyó en principio la base del repertorio de los contratenores actuales, que se han lanzado a descubrir y conquistar nuevas provincias desde un nivel de excelencia extraordinario y una variedad de voces, estilos y sensibilidades igualmente extraordinaria. Dentro de esta variedad y tras comparar un número de contratenores que anda ya por los setenta y cinco, dentro de mi trabajo de investigación me ratifico en la peculiaridad de Philippe Jaroussky, hasta el punto de plantearme la posibilidad de cuestionar o al menos matizar su habitual clasificación como contratenor e ir más allá, en un ambicioso intento de redefinición, con el convencimiento de que tal clasificación se queda corta. Añadiré que algunos contratenores, como el catalán Xavier Sabata, que además de gran cantante es hombre de gran inteligencia y capacidad analítica, se han manifestado acerca de la insuficiencia de esta etiqueta común.

Una de las singularidades más fascinantes de Jaroussky atañe al carácter andrógino de su voz -que, pese a algún nuevo tópico, muy pocos contratenores comparten, y no en tal grado-, definición que también me ha acabado por parecer insuficiente; en otro lugar la he situado en un terreno, que me parece más preciso, entre lo andrógino, lo femenino y lo infantil, esto último asimismo con todo el derecho porque posee calidades de voz blanca que le permiten, como ha dicho, conservar intacto algo de la niñez, una parte importante de su personalidad. Y aquí es crucial su uso del vibrato, cuestión muy debatida en relación con la música antigua y barroca pero que en ella requiere la mayor moderación; es modélico el perfecto control de nuestro artista, que -optando por la solución ideal del problema- lo deja fluir al final de las notas sostenidas, aprovechando así además la tersura de esas calidades "blancas", y lo utiliza con mayor libertad en otro tipo de música, lo que contribuye a diferenciar los estilos y enriquece la intepretaciòn.

Dicha esencial ambigüedad de género remite de nuevo al inmemorial mito angélico pero con connotaciones muy de nuestro tiempo, que va mucho más allá del juego barroco de los géneros y los travestismos -el cual se quedaba en la escena y sólo en ella era aceptado- para adquirir una enjundia vital que tiene que ver con la identidad de las personas y con la riqueza y complejidad del ser humano. El saludable y bienvenido potencial transgresor de la androginia, ya real como en este caso, ya simplemente atribuido en otros, es un motivo más para apreciar la presencia y el papel, ya consolidados, de aquel y de estos.

En la indagación, este investigador, tan deslumbrado como en el primer momento pero ya habituado al estupor -valga lo paradójico de la frase- y al embeleso cotidiano, se ha entregado al estudio de una miríada de cualidades vocales e interpretativas detrás de las cuales se agazapa el misterio de la creación artística, el eterno enigma de la belleza, que parece lejano como una estrella pero cuya luz nos ilumina y nos cautiva ineludiblemente. Y es que, como ha dicho Jaroussky, la música llega a lo mejor de nosotros mismos. Y hay que añadir que nos hace mejores.

Dada la dificultad -nunca diremos imposibilidad- de aprehender y expresar en el limitado lenguaje humano impresiones auditivas y estéticas e incluso el resultado del análisis de rasgos para los cuales no existe un nombre ni en musicología ni en otra ciencia humana, la dificultad de aferrar y describir sensaciones y emociones que en buena medida dependen de la respuesta personal a una realidad exterior, tal vez la indagación tenga que conformarse con asemejarse a una asíntota, en la bella definición de Charvet: lo que no accede al infinito pero lo deja presentir. Si algo de eso se logra, será ya motivo para estar satisfecho.

El dramaturgo Jean Palaprat escribió en 1712 que "hay un no sé qué de más picante en los caprichos de la naturaleza que en sus operaciones exactas". Ese je ne sais quoi, que nada menos que Boileau dijo que era mucho más fácil de sentir que de decir, preside el discurso sobre lo inefable y lo sublime que ocupó a tantas grandes mentes del Barroco francés; sólo los caprichos de la naturaleza han podido darnos el arte, la poesía, la música y a Philippe Jaroussky: las cuatro cosas son inverosímiles, lujosas, perfectas; van contra las leyes de la naturaleza y de la evolución y sus "operaciones exactas", puesto que la naturaleza es oportunista, astuta, rastrera en sus estrategias de utilidad práctica, economía, supervivencia y reproducción, unas estrategias vulgares, poco imaginativas y tediosamente convencionales. Pero de vez en cuando celebra un día de fiesta y deja que surja algo diferente.

Henry Purcell compuso en la década de 1690 una canción sobre un poema de Henry Heveningham, quien se inspiró en el pasaje inicial de Noche de Reyes, de Shakespeare: aquellos célebres versos que comienzan "If music be the food of love". Sin embargo, cambió las melancólicas razones del duque Orsino por un himno al hechizo de la música y del canto y a otros sortilegios:

"Si la música es el alimento del amor,

sigue cantando hasta que yo esté lleno de alegría [...].

Tus ojos, tu semblante, tu lengua declaran

que eres música por doquier"....