iendo un crío, cuando leí en una enciclopedia la palabra omnívoro, le pregunté a mi paciente abuelo paterno Simón si todas las personas eran omnívoras. Él, con la socarronería que le caracterizaba, me contestó tan pancho: "Yo no sé si todos los seres humanos lo son, desde luego tú y yo, sí". Esa anécdota resulta oportuna para caracterizar mis siempre abiertos gustos culinarios, ya que antes de los 4 años había probado -en general, con satisfacción- cosas para algunos repugnantes, sobre todo, a esa edad, como caracoles, ostras, erizos de mar, callos y morros, hígado encebollado y mollejas de lechal, tortilla de sangrecilla y tripotxas, huevas de pescado (mucho después el fascinante caviar), patitas de cordero, oreja y manitas de cerdo, etc.

Había algo que dividía a los componentes de mi hogar en dos bandos irreconciliables: la cabeza de cordero asada al horno. Mientras que a los que nos gustaba (solo a tres) rechupeteábamos los huesecillos, zampándonos los sesos y la lengüita del lechazo, mi ama se tenía que ausentar de la mesa ante el brutal festín, llamándonos poco menos que trogloditas.

Muchos años después, pude probar el lagarto en Extremadura (la verdad, no me pareció ni fu ni fa), la carne de caballo (mejor la de potro), las mitificadas crestas de gallo, los callos o tripas de bacalao (en realidad la vejiga natatoria del pez) y, por supuesto, toda suerte de insectos y gusanos de la comida mexicana y también de la oriental. Es el caso de los célebres saltamontes o chapulines, los no menos famosos gusanos de Maguey (que, como el cardo, son más finos los rojos que los blancos), los escamoles (larvas de hormiga güijera) o los cocopaches, un tipo de chinche que habita en las plantas de las regiones muy cálidas.

En cuanto los bocados más singulares, e incluso raritos, que he testado en los últimos años, resulta obligado detenerse en algunos elocuentes ejemplos. Reconozco que fui muy osado (solo en una ocasión) por atreverme abrir una lata del surströmming sueco. Se trata de un arenque fermentado que apesta a podrido y que se considera todo un manjar en ese país escandinavo. Lo cierto es que la pestilencia está solo en el líquido, que al eliminarlo y enjuagar bien el pescado pasándolo por varias aguas, se hace algo más soportable, si bien persiste su potente sabor.

Otro ejemplo de rareza es la del semen de bacalao, aunque se puede obtener también del pulpo, del pez globo (fugu) o de otros pescados. En Japón lo denominan poéticamente shirako (niños blancos), seguramente para amortiguar un poco la dureza de lo que es en realidad. El que no tuvo ningún reparo en incluirlo en una de sus recetas fue, hace menos de un lustro, el rompedor chef Félix Manso en su restaurante del barrio irundarra de Meaka. Fue, sin duda, un plato memorable, no solo por lo anecdótico del uso culinario del esperma (muy neutro, por cierto, de gusto como el tofu), sino por la calidad y equilibrio de la creación y los estupendos ingredientes empleados. Esta perla la denominó Lingote de bacalao (Santymar) y su hígado con alioli de sésamo tostado y semen de bacalao, que en manos de este mago no era ninguna excentricidad. El titular de aquel artículo, que comentaba entre otros exquisitos platos el referido, era sumamente elocuente: Sugestivas locuras ante el ataque de los clones.

Me resulta obligado mencionar en esta miscelánea de chocantes alimentos un café que nos dieron a probar, hace ya más de una década, en una reputada tienda (una auténtica boutique) de cafés de la capital alavesa. Se trata de un café carísimo (su precio, actualmente, ronda los 900 euros el kilo) que algunos han llamado "cagado" (¡ojo! No confundir con "cargado"). De nombre kopi luwak, este café proviene de Indonesia, donde un felino, el gato de Algalia (civeta), lo consume para más tarde defecarlo. Por supuesto que los recolectores de estos granos, antes de su comercialización, los limpian concienzudamente del resto de caquitas. ¡Faltaría más!

Por otra parte, creo que aún conservo desde hace muchos años unas tan preciosas como espeluznantes fotos de un tapeo por Pekín, en las que se veía a la gente consumiendo, tan campantes, culebras asadas, hígado de perro con verduras, cucarrones mierderos (mejor no preguntar lo que son) y sopas de sesos de perro como si fueran gildas, calamares o caldo de cocido.

Todo esto incita, sin duda, a reflexionar. Desde una visión puramente científica, los seres humanos somos omnívoros, pero si consideramos la gama total de alimentos comestibles que existen en el mundo, el inventario habitual de lo consumido por cada comunidad es muy reducido. Lo más curioso es que lo que en una parte del planeta es un bocado delicioso, en otro pueblo es algo repulsivo.

Llegados a ese punto, hay que ser relativistas. No debemos nunca menospreciar, y menos aún ridiculizar, los hábitos alimentarios por el simple hecho de ser diferentes. Pero, lógicamente, surge una pregunta: ¿Por qué son tan distintos los hábitos alimentarios de los seres humanos? Podemos encontrar razones de pura supervivencia, pero es algo más que eso. Según señalan muchos estudiosos, los hábitos culinarios son accidentes de la historia que expresan creencias religiosas, pero que contienen, en muchos casos, importantes razones dietéticas.

Marvin Harris en su conocida obra Good to eat (Bueno para comer) lleva aun más lejos el razonamiento de que los hábitos poco tienen que ver con la nutrición, y que son casi siempre arbitrarios, señalando lo siguiente: "El rechazo europeo a los insectos como alimento tiene poco que ver con el hecho de que estos transmitan enfermedades o con su asociación a la falta de higiene y la suciedad. La razón de que no los comamos no consiste en que sean sucios y repugnantes, más bien, son sucios y repugnantes porque no los comemos".

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía

No debemos nunca menospreciar, y menos aún ridiculizar, los hábitos alimentarios de una comunidad por ser diferentes