is jefes y compañeros de sección se pasan el día recomendándoles cosas. Que hagan deporte siguiendo una determinada guía, que vean documentales, que se pongan a escribir, que se den de alta en Spotify o, como en el caso de las líneas que acompañan a este rollo de papel higiénico, ir al cine desde el salón; todo para salir de la cuarentena con gafas de pasta y un poco más cultureta. Tengo a uno de los compañeros de piso todo loco, sin salir prácticamente de su cuarto ni para ducharse, grabando un podcast conspiranoico al más puro estilo Expediente X, que el COVID-19 es una gaita para aclimatar el planeta para una posible invasión. Quiere ser el nuevo Giorgio Tsoukalos. Y el otro, ay, el otro. Quiere estar todo fit y no hace más que convertir en nata la leche, de tanto brick arriba y abajo. Les digo que aprovechen el confinamiento, que se sienten, se tumben y se lancen a la contemplación, que miren sin ver por la ventana, que ni siquiera necesitan leer. Seguro que Herman Hesse estaría de acuerdo conmigo. Pero como siempre en esta relación que algún día acabará en tragedia, me han enviado a freír espárragos. Que les deje en paz, que quieren seguir hacia adelante y que, además, que qué más quiero, que compran el periódico y nos hacen caso. Que lo que me pasa es que no tengo aficiones o, con menos eufemismos, que no soy Siddhartha, solo un vago. Les digo que no, que yo tengo mundo interior y que no necesito seguir en una huida hacia adelante para llenar las horas del día hasta que llega la hora de dormir, sobre todo, si es con una cerveza.