uando mi viejo era un chaval, cuando Franco era corneta o por ahí, le dijeron sus colegas que el mundo se iba a acabar, que un meteorito iba a reventar el planeta. Ante la perspectiva de espicharla, en vez de cagarse, que es lo que hubiese hecho yo, decidió echarse una juerga aquella tarde, que en el caso de un preadolescente supongo que sería jugando al fútbol. La cuestión es que se puso práctico, para qué hacer los deberes si mañana no va a haber colegio, caraalsol, padre Humberto, ni tampoco vara contra los olvidos. Lo que pasa es que, obviamente, ningún pedrolo chocó contra el globo; en este caso yo no estaría aquí dando la brasa. Vamos, que sí, que el viejo hace mucho que pintó canas y que es un carroza, pero no tiene 66 millones de tacos. Eso, los lagartos que se quedaron pajaritos. A la mañana siguiente, el día uno tras el Juicio Final, hubiese preferido haber sido polvo al polvo y cenizas a las cenizas; menos mal que no tenía piano en casa, ni tampoco especial talento para la música, porque después de aquello los dedos le dolieron meses. Eso sí, parece que las secuelas desaparecen con el tiempo y la tontería vuelve siempre. Lo del fin del mundo lo está llevando regular. Que esté viviendo un confinamiento, que nunca lo había vivido, dice que pues bueno; lo de que el 29 de abril un gran asteroide nos va rozar, que a él no se la vuelven a pegar; pero lo del volcán Krakatoa, eso sí que le ha hecho saltar todas las alarmas. Es más, me ha recomendado que no vuelva a escribir, que mañana no va a haber periódico y que, total, que para que solo lo lea él, pues que tampoco me esfuerce.