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Springsteen o la desmesura

Springsteen o la desmesura

Recién terminada su vertiginosa interpretación de Born To Run,la E Street Band se disponía a hincarle el diente a Glory Days cuando un vociferante Bruce Springsteen espetó a las 43.000 personas que abarrotaban Anoeta: “Are you ready???” La frase, un manido recurso del rock de estadio, no tendría nada de extraño si no fuera porque llegó al cumplirse tres horas de concierto. ¿A qué clase de animal (escénico) se le ocurre soltar esa expresión al final de un festín que duró exactamente tres horas y tres cuartos? Treinta minutos después, cuando parecía que el maratón había concluido, el músico volvió amagando con colgarse la Fender y señalando un inexistente reloj en su muñequera. “¿Qué pasa? ¿No tenéis casa?”, parecía preguntar. Y siguió tocando... Visto con la distancia de quien no es feligrés de la Santa Iglesia Springsteeniana, la escena podía recordar a esas noticias satíricas que El Mundo Today y El Jueves han publicado estos días: “Los geos abaten a Bruce Springsteen para liberar a 100.000 personas tras seis horas de concierto” y “Springsteen lleva 36 horas seguidas tocando en Barcelona”. El rockero estadounidense es, a todas luces, un ser excesivo: y lo es en el doble sentido, positivo y peyorativo, que puede albergar el adjetivo.

A estas alturas, su energía y entrega están fuera de toda duda y si no, pruebe el lector a imaginar a su padre haciendo lo que él hace a los 66 tacos y con medio siglo on the highway. Conserva una voz envidiable, una banda que le respalda con solvencia y un abultado hatillo de clásicos que le han hecho ganar a pulso un privilegiado txoko en el parnaso rockero. Por no recordar, una vez más, que el estajanovista de New Jersey es uno de los dos o tres artistas que aún conservan el poder de colapsar un estadio sin que haya balones de por medio.

Por otro lado, resulta curioso cuánta gente parece sentirse más cómoda en la medición cuantitativa. A la salida de Anoeta, casi todos los comentarios ponían el acento en el metraje de la película, 225 minutos, como si tenerla más larga (la actuación) que Barcelona fuera un mérito extraordinario. Por muy arrebatadora e incendiaria que sea la puesta en escena -que lo es-, la excesiva longitud del show no debería ser sinónimo de calidad o emoción. De hecho, servidor se habría marchado a casa feliz y satisfecho tras el bloque que precedió a los bises y concluyó con la monumental Thunder Road, en la que Jake Clemons sopló el saxo como si no hubiera un mañana. Poner pies en polvorosa habría supuesto perderse clásicos como Badlands, pero para entonces habían transcurrido ya tres horas -¡tres!- y había sonado buena parte del disco The River (1980) -The Ties That Bind, Hungry Heart, Out in The Street...- y composiciones tan maravillosas como Working on the Highway, No Surrender o Fire, tocada por primera vez en esta gira con simpática retranca. ¿No es eso suficiente?

Asimismo, no deja de ser curioso ese pertinaz empeño en obviar aspectos cualitativos relacionados con la idoneidad del repertorio (de las 35 canciones que sonaron, casi todas fueron rescatadas de los años 80), el sonido (manifiestamente mejorable en temas como Born in The USA) o la cuestionable intepretación de piezas como I Wanna Merry You -maracas incluidas- o la versión de Twist and Shout: haría bien Springsteen en desterrar de sus directos esa verbena final, del mismo modo que sería bueno apagar las luces del estadio durante los bises para no quebrar la magia y la sensación de intimidad. También sorprende la suerte de obediencia ciega, sin asomo de espíritu crítico, que le profesan sus fieles y también quienes solo frecuentan actuaciones multitudinarias por el efecto evento. En ocasiones, más que de iglesia -Parroquia Springsteen, titulamos la crónica de su visita de 2012-, podría hablarse de secta que enfebrece al menor de sus movimientos: los paseíllos toreros entre el público, la imposición de manos, el sensual meneo de trasero y demás poses, los bailarines invitados en Dancing in The Dark, el paripé de los carteles con las peticiones, el homenaje a los malogrados Danny Federici y Clarence Clemons en Tenth Avenue Freeze-Out, la niña a hombros del Boss en Waiting On a Sunny Day... Si fuera político, sus detractores le insultarían al grito de “podemita bolivariano”.

Pero no nos pongamos tan espléndidos. Todo forma parte de la liturgia rockera y además, conviene dar al Jefe lo que es del Jefe: en una valoración general, dejando de lado los aspectos antes mencionados, es de justicia subrayar que Springsteen ofreció un gran recital de rock con una parte central de infarto. Tras los baladones The River y Point Blank, con miles de teléfonos móviles brillando cual plaga de luciérnagas, la banda pisó el acelerador eléctrico en un tramo vibrante que comenzó con el zambombazo Murder Incorporated, que tampoco había sonado antes en el tour y fue un auténtico chute de adrenalina, especialmente durante el solo guitarrero de Steve Van Zandt. También fueron de cortar el aliento Ramrod, Darlington County, I’m Going Down y Because The Night, cantada a dúo con Patti -Scialfa, su esposa, no Smith, la rockera-. La siguiente es solo una entre miles de opiniones, pero el Bruce de los pasajes más crudos, sencillos y directos fue el que más y mejor tocó la fibra del arriba firmante, que durante una hora logró olvidar que un campo de fútbol es el peor de los lugares para alcanzar el nirvana en un concierto de rock.

Por si fuera poco, el desenlace inclinó la balanza, muy favorablemente, hacia el estadounidense. Tras la citada verbena que siempre utiliza para liquidar sus actuaciones, regresó con Bobby Jean, y después, a modo de sorpresa inédita en toda la gira, el grupo abandonó al Jefe y éste rematócon This Hard Land, descarte de las sesiones de Born in The USA (1984) que sonó conmovedor: solo voz, guitarra acústica y armónica. “Mantente firme, mantente hambriento, mantente con vida si puedes / Y encuéntrate conmigo en un sueño de esta dura tierra”. Estos versos finales del Springsteen más político dejaron flotando en el aire la imagen de un artista inmenso cuya querencia por la desmesura encuentra un maravilloso contrapunto en una delicadeza que puede resultar escalofriante.