Cuando Coppola realizó La ley de la calle (1983) tras los destellos luminosos de El Padrino I y II y Apocalipse Now, el director norteamericano se asfixiaba en su tiempo de naufragio. Su Corazonada se había estrellado y estaba en una bancarrota de ceniza. Pero aquel año se sacudió el polvo del desastre con un filme barato, underground; casi cine B al estilo de la factoría de Corman donde Coppola había empezado.
Filmada en radiante blanco y negro, aquella Ley de la calle rebosaba agridulce melancolía y se llenaba de ecos provenientes del Nicolas Ray más inspirado. En sus minutos postreros, Coppola introducía un relámpago lírico para sublimar su relato. Entonces, los rumble fish –ese era el título original–, sus peces suicidas de Siám, se encendían de color y su oscuro epitafio en blanco y negro abrazaba lo imposible.
En La cocina, Alonso Ruizpalacios se acuerda de Coppola y repite el mismo efecto. Como él, se reconoce como un director hiperbólico, radical, sin freno. Por eso La cocina, rodada en un blanco y negro previo al advenimiento de lo digital, resulta implacable. Se inmola sin aliento. Dicho de otro modo, Ruizpalacios se mide con el exceso. Juega en la liga del Fellini de Roma, del Coppola de Megalópolis, del Iñárritu de Babel, del Chazelle de Babylon..., o sea más que disparar fuegos artificiales, lo quema todo.
El cine de Ruizpalacios siempre ha sido desbordante y desbordado. Desde su obra inicial, Güeros (2014), un filme transversal sobre cuatro jóvenes escapados del universo del Buñuel mexicano que recorren el país en busca de el hombre que hizo llorar a Bob Dylan, hasta esta adaptación de la obra teatral homónima de Arnold Wesker, no tiene desperdicio. Este cineasta, nacido en Ciudad de México en 1978, empezó haciendo guiños al cine mexicano y ahora no duda en trasladar a la pantalla un texto teatral del que no consigue zafarse, pero al que le incorpora un subrayado abrumador.
El bofetón social que Wesker (Londres, 1932-2016) aplicó en su obra de teatro, sobrevive en la película en medio de un festín. Ruizpalacios se sirve de todo y de todos. A veces resuelve las secuencias en un plano contraplano. Otras desafía el agotamiento de los operadores de cámara. Hace malabarismos con los desenfoques, dispone todo como una desmesurada coreografía de frenopático y hace quiebros y requiebros con el ritmo. Acelera y se congela. Subraya y se hace sutil. Y, sobre todo, nos regala un despliegue actoral que no admite peros.
El texto de Wesker, que Ruizpalacios adapta sin ataduras, nos recuerda un tema sustancial. En los siglos pasados los esclavos eran reclutados a su pesar, traídos en barcos y puestos bajo la responsabilidad de sus dueños. Hoy la servidumbre viene a nado. Los nuevos cautivos se juegan la vida por llegar y viven pendientes de un visado. Trabajan sin rechistar, carecen de derechos y confunden las pesadillas de lo real con la compra de imposibles sueños. Se ha definido esta obra como un Romeo y Julieta en el infierno del subproletariado. También podríamos hablar de un Tennessee Williams en la tierra de las fake news, en el tiempo de Trump, el payaso.
Ruizpalacios cultiva el rigor, con la ambición y el (sobre)esfuerzo. Hay planos imposibles que acarician lo inaudito. Su objetivo es mostrar la indefensión de los trabajadores en la sala de máquinas de un restaurante para turistas en Times Square, la esquina del tiempo.
Rooney Mara y Raúl Briones encabezan un filme que más que recitar, vomita el texto. En la superficie los turistas devoran langostas; en el sótano, los empleados sueñan con desaparecer, abortan por desesperación, se pegan por impotencia y esperan la llegada de un rayo verde alienígena que les salve de tan infausto destino.
‘LA COCINA’
Dirección y guion: Alonso Ruizpalacios a partir de la obra de Arnold Wesker.
Intérpretes: Rooney Mara, Raúl Briones, Anna Diaz, Motell Gyn Foster y Oded Fehr.
País: México. 2024.
Duración: 139 minutos.