Terminado el Tour, es la hora de hacer el balance de lo sucedido. Deportivamente, Pogacar ha estado superlativo, excelso, se llevó la crono final como remate, después de imponer su ley durante toda la prueba cuando la carretera se empinaba. Aunque ahora viva en Mónaco por razón de los impuestos, no abundan los deportistas de elite ejemplares en la solidaridad fiscal, es hijo de un país de montes, donde montaña se dice casi como aquí, “gora”, y ha domado sus piernas en las pendientes de los Alpes julianos de Eslovenia, en el tremendo paso del Mangart, y en el cercano de Vrsic, donde le gusta entrenarse. En las estrechas carreteras de montaña construidas por soldados italianos, y escenario de las cruentas batallas del Isonzo en la I Guerra Mundial, entre Italita y las tropas austrohúngaras, que dejaron más de 500.000 muertos. Pogacar ha dominado sin contemplaciones, con una ambición que no ha dejado nada a los rivales. Una actitud muy diferente a la de otros grandes campeones, como Indurain, Froome, o el mismísimo Armstrong, que no ha dudado en criticar en las últimas horas al esloveno por esa avaricia, diciéndole que se va a convertir en un arma de doble filo, porque le va a granjear enemigos en los países de los adversarios aplastados.

Detrás de él, han estado el danés Vingegaard y el belga Evenepoel. Sin opciones. Sólo el Macizo Central, donde Vingegaard venció a Pogacar, pareció mostrar que el danés volvía por sus fueros, pero fue un espejismo. En el resto de montañas, cuando Pogacar apretaba, se iba. El pedaleo del esloveno roza la perfección, parece ir “sin cadena”, como se dice en el argot; y tiene un sublime “golpe de pedal” como también se expresa en el mundillo cuando uno alcanza el estado óptimo de forma, un estado que sorprende a uno mismo al verse moviendo desarrollos con una fluidez y una frescura como no podía hasta entonces. El belga, dos años menor que Pogacar, se lleva el maillot blanco al mejor joven. Tiene margen de mejora y ha mostrado solvencia en la gran montaña del Tour. El dilema es cuánto y cómo puede mejorar, como consiguió hacer Pogacar en su momento. Quizá más que fortalecer al equipo, que se ha mostrado a un buen nivel, deberían contratar, o espiar, al entrenador del esloveno. Se habla poco de los entrenadores, incluso se desconocen sus nombres, y dada la progresión vista en algunos, parecen ser decisivos. El resto ha estado muy por debajo de ese trío.

Premio de la montaña

Carapaz se lleva, de manera muy merecida, el premio de la montaña. El ecuatoriano ha construido una gran carrera, un gran palmarés, en un país sin tradición ciclista. Cuenta, como ejemplo de la ignorancia sobre este deporte en su país, que sus compatriotas no entienden cómo se puede ganar una gran vuelta sin vencer en ninguna etapa. Y dicen –añade Carapaz– que el ciclismo de una vuelta es aburrido porque alguien que ganó ayer, hoy terminó el ochenta. Y no lo valoran. Tuvo que emigrar a Colombia, y de allí, gracias a sus éxitos en Sudamérica, venir a Pamplona, donde se terminó de formar para pasar a profesional. Un tipo correoso, listo. Es el vigente campeón olímpico, y pese a ello, su federación no lo ha elegido para representar a Ecuador en los Juegos Olímpicos de París, con el argumento de que sólo tienen un puesto, que ocupará Narváez. No se entiende. Como tampoco se entiende que la federación eslovena no lleve a Roglic, actual campeón olímpico de contrarreloj para defender su título.

Historia del ciclismo africano

El eritreo Girmay vence en el maillot verde, algo sin precedentes para el ciclismo africano, lo que supone una gran noticia para extender la afición a ese continente, de donde no tardarán en salir grandes campeones. Otro elemento de estímulo para el ciclismo africano será la disputa del mundial de 2025, que se celebrará en Kigali, capital de Ruanda. Un país, junto a las antiguas colonias italianas de Eritrea y Etiopía, donde hay un germen de gran afición ciclista.

El farolillo rojo

El título honorífico al último clasificado, el llamado farolillo rojo, ha sido para Mark Cavendish, el ilustre poseedor del récord de triunfos de etapa, a quien la organización ha perdonado varios “fueras de control”. Este galardón ha perdido esplendor. Antaño era motivo de grandes luchas, en muchos casos llenas de pillerías, como las de simular averías. La disputa feroz se debía a dos razones, el farolillo rojo era contratado en los jugosos critériums pos-Tour, donde sólo eran elegidos los corredores más destacados de la prueba; y tenía publicidad. Un solo critérium, contaba un viejo farolillo rojo, le aportaba el mismo dinero que un mes de su salario como ciclista profesional. Había quien llevaba bien ese título, y quien no, quien era una víctima de la carrera para caer a ese pozo. A otros se lo sugería el propio director, en una actitud ruin: “Mejor será que quedes último, así al menos se hablará de ti”.

Ahora la temporada es muy disputada, y después del Tour no se acaba todo. Continúa un calendario importante para equipos y corredores, y además, todo el pelotón está contagiado por el frenesí y el exceso de competitividad de los tiempos, sin espacio para los oasis. En ese clima, tampoco los medios le hacen mucho caso. Y el farolillo rojo ya no es lo que fue.