Admito la emoción de la etapa de Santurtzi, con el diabólico descenso de La Asturiana, que, con una sucesión de curvas y contra curvas, con Landa y Vingegaard tumbándose, parecía una carrera de motociclismo. Reconozco que el descenso también es una habilidad que forma parte del ciclismo. Pero comparto cierto desconcierto sobre algunos aspectos del recorrido de este año de la Itzulia. Una carrera con una identidad propia, ganada por su veteranía, es decir, por su tradición. Un recorrido en el que nunca faltaba una contrarreloj y las llegadas en alto. No me gustó la propuesta de meta en Labastida, una recta cortísima, de apenas cincuenta metros, tras una curva cerrada que parecía más pensada para dificultar el sprint que para alentarlo. Ni tampoco la de Leitza, inmediatamente después un descenso vertiginoso y, como en Labastida, sin un tramo recto para recomponer el grupo. Parecen propuestas pensadas buscando el riesgo, la espectacularidad desde el peligro, como ayer, y en eso se parecen a las tendencias en las sociedades actuales, de las que sin duda beben los organizadores. Y no una espectacularidad desde el lucimiento por las cualidades ciclistas, sean de esprinter, escalador o contrarrelojista. Cuando en realidad lo que estimula y acerca el ciclismo al gran público es precisamente esto. Al diseñar este recorrido, el año pasado, parecían desconfiar del espectáculo que iban a dar Vingegaard, Roglic, Evenepoel o Pogacar en vueltas de este tipo. Y esa desconfianza muestra que estaban poco informados de su verdadero potencial deportivo. Hubiera sido igual o más emocionante, y con menos peligro, la meta en el alto de La Asturiana, un bello puerto con esa particularidad de los montes junto al Cantábrico, de prados abrasados por el aire salino y bosques de pinos. Vingegaard, en modo Pogacar, augura un Tour de una rivalidad trepidante.
Salvó el expediente el espectacular muro de Amasa. Una cuesta que todos han comparado, por su similitud, con el muro de Huy, en las cercanías de Lieja, donde finaliza cada año la Flecha Valona. Esa subida corta, de un kilómetro, con sus rampas de enorme pendiente, representa bien a nuestra tierra, los valles cerrados, en cuyas laderas se asientan desde tiempos inmemoriales los caseríos, que se pueden ver trepando por los lados hacia las cumbres, desde cualquiera de las carreteras principales que se adentran en los cinco valles guipuzcoanos, Bidasoa, Urumea, Oria, Urola y Deba. Siempre que veo esos caseríos enganchados al mundo con sus caminos de pendientes imposibles, antes de tierra, ahora de cemento o de asfalto, pienso en el inconveniente de ser un ciclista y vivir en alguno de ellos, por los tortuosos regresos a casa tras el entrenamiento. Esos caseríos que en ocasiones se completan, allá arriba, con una sidrería o un restaurante, algo propio de nuestro país. Y que no es de ahora, he encontrado unas fotos de mi padre celebrando con sus compañeros la comida de fin de carrera de la Escuela de Comercio de Donostia, en 1935, en el mismo lugar donde terminó anteayer la etapa de Amasa.
Al ver el paso del ejército de motoristas de la Ertzaintza que conducían la carrera, me acordé del reciente problema que hemos tenido aquí en el ciclismo de base, fundamentalmente cadete y juvenil, teniendo que suspenderse unas cuantas pruebas por la carencia de motos de enlace, necesarias para garantizar la seguridad entre cruces y frente al tráfico que debe cortarse al paso de la carrera. No había ertzainas suficientes y los motoristas particulares, que siempre suplementaron a la policía, tuvieron un problema con el incremento del precio de los seguros para las pruebas, difícil de sostener. Con determinados compromisos federativos la cosa se ha podido subsanar provisionalmente, y echar adelante el calendario.
Estas dos cuestiones, la de los recorridos ciclistas, y la de los motoristas de carrera, me recuerdan dos protestas que viví dentro del pelotón, una cuando aún era un infantil, y otra como juvenil. La primera cuando los gestores del velódromo de Anoeta, donde entrenábamos varios días a la semana, decidieron celebrar una competición hípica en la pelouse, el centro de la pista. Fue la Federación Guipuzcoana, con José Luis Arrieta a la cabeza, la que protestó indignada en nuestra defensa, pues la presencia de caballos suponía que, posteriormente, cualquier caída, supusiera un peligro de infección, o del tétanos. Todos los corredores de la entonces llamada Escuela Capital posamos con las bicis al hombro sobre la tierra sembrada para el trote de los equinos. Una foto que reprodujo la prensa pero que no paró la competición hípica de saltos. La otra la protagonizamos los corredores durante una carrera en Hernani. La Guardia Civil que abría la carrera, entonces era ese cuerpo quien conducía las pruebas, se confundió de carretera a la altura de Oiartzun, y, al darse cuenta, al cabo de un buen rato, quiso que volviéramos atrás para realizar el recorrido establecido. Como no había sido nuestra culpa, nos negamos. Hubo un tira y afloja, una negociación entre guardias civiles, comisario de carrera y ciclistas que no llegó a buen puerto. Nos negamos a retroceder, y fuimos hasta Hernani despacio, en pelotón, gritando ¡Nos nos moverán! ¡A la huelga!, al paso por las poblaciones, y entrando así en meta. Era una protesta que considerábamos justa, pero que conectaba también con el signo agitado de aquellos tiempos.