Bienvenidos al norte. Aunque se disputen carreras más arriba del globo terrestre, como la Artic Race, el Tour de Noruega o las pruebas de Canadá, el norte del ciclismo es Bélgica, Holanda y la Francia minera de Roubaix, con sus carreteras estrechas, entre sembrados, llenas de barro resbaladizo cuando llueve, con muchos tramos de antiguos adoquines, todo lo que le ha granjeado la leyenda. Hasta ahora, los corredores se han fogueado por las rutas del sur, por las del Mediterráneo, más propicias para captar el sol en estas fechas: la Vuelta al Algarve portugués, la Vuelta a Andalucía, la Volta a Catalunya, la Tirreno-Adriático, la Milán-San Remo o la París-Niza. Y en este primer bloque competitivo hemos visto que aquellos pronósticos que auguraban una temporada de ensueño, no se equivocaban lo más mínimo. Han sido unas carreras gobernadas por el inconformismo, ese inconformismo que parece ser la materia de los nuevos campeones. Nadie se resigna a quedar segundo y todos apuran hasta el último gramo de su energía en el combate por el triunfo.

Es lo que ocurrió en la París-Niza, donde Vingegaard atacó a Pogacar, y donde el esloveno le remató, realizando exhibiciones para llevarse varios triunfos de etapa, además de la general. Como había hecho en Andalucía. Lo mismo que en la Tirreno-Adriático, donde el protagonista fue el otro esloveno, Roglic, que no dejó ni las migajas, llevándose la prueba y también tres etapas. Algo que también ha estimulado esta lucha por el todo, la general; y por las partes, las etapas; en estas primeras carreras, ha sido la eliminación de las contrarreloj individuales en su recorrido. Igual que en el recorrido de la Itzulia de este año. Eso propicia que, si no llega alguien escapado, todo se dilucida por los segundos de las bonificaciones. Como en la reciente Volta a Catalunya, donde asistimos a la lucha sin cuartel entre Roglic y Evenepoel por cada segundo, incluso los de las antiguamente llamadas metas volantes, ya que ninguno era capaz de descolgar al otro con claridad en los puertos. El belga, penalizado por la bonificación, lo intentaba día tras día, en cada llegada en alto, en cada repecho. Y ambos, yéndose solos cuando atacaban, demostraban otra característica del pelotón actual, la diferencia abismal entre las figuras y el resto. Lo mismo que evidenciaban Van Aert y Van der Poel en la primera clásica belga, la E3 Harelbeke; y Van Aert en la Gante-Wevelgen. Con Alaphilippe desaparecido, se percibe una diferencia sideral entre Pogacar, Van Aert, Van der Poel, Pidcock, Evenepoel, Roglic y el resto. Cuando se enfrentan por parejas, reproducen algunas de aquellas escenas legendarias del ciclismo, las de aquellos dúos de adversarios que eclipsaban durante su época al resto, los duelos Coppi-Bartali, Poulidor-Anquetil, Merckx-Ocaña.

Pogacar estuvo soberbio en el Tour de Flandes. Consiguió un triunfo de los que hacen afición, atacando sin más táctica que su poderío. Pogacar es estratosférico, y siéndolo es como más se parece a cualquiera de nosotros, porque triunfa como se vence en los sueños, en solitario, con superioridad pero con elegancia deportiva; y también porque es así como se disputaron la carreras de nuestros recuerdos, las de niño, las del barrio. Dándolo todo sin mirar a los rivales, que también eran nuestros amigos. Sin mirar atrás, confiado plenamente en las fuerzas propias. Lo que se convierte en un ejemplo para la vida. Su ataque demoledor en las rampas adoquinadas del viejo Kwaremont, sentado, como se debe atacar en el pavés, pues si no la rueda resbala, dejó de rueda a Van der Poel, demostrando que tenía una espinita clavada desde el año pasado, cuando ensayó lo mismo pero no consiguió soltar al holandés. Van Aert, quizá cansado por la disputa de la Gante-Wevelgen en esa semana, mientras sus adversarios descansaban, se había descolgado en el ataque anterior.

En esa Gante-Wevelgen se produjo uno de los gestos que hacen hermoso al ciclismo. En el Kemmelberg, otra de las célebres cotas adoquinadas, se escaparon dos compañeros de equipo, Van Aert y el francés Laporte. Van Aert demostró su superioridad al esperar a su compañero, que no podía seguirle en el siguiente paso por la cota de Kemmel, para ir juntos hasta la meta. Y allí le dejó vencer. Le brindó la victoria como agradecimiento a tanto trabajo realizado para él como equipier, y también como inversión para todo lo que seguirá sacrificándose para ayudarle en el futuro. En medio de una atmósfera deportiva corrompida, debido al fútbol y el caso Negreira (la compra de árbitros es el dopaje del fútbol), el ciclismo mostraba el aspecto más edificante y sano del deporte, el del compañerismo. Van Aert apostó por la belleza en lugar de apostar por su palmarés, al renunciar al triunfo. Apostó por la belleza presente y por la que será en el futuro, cuando sus actos sean sólo recuerdos. Bellos recuerdos, mejores que el que hubiera dejado la victoria sobre su compañero. Se trata de la belleza como ética.

Donde importa lo que construye el hecho. La belleza que exaltaba el pintor Van Gogh, también de ese norte rudo. “La mano de un minero es más bella que la Venus de Milo”, decía. Es bajo esa idea de belleza cuando, al ver gestos como el de Van Aert, podemos decir que el ciclismo es bello.