El después de los días rotulados en rojo, esos que cincelan para siempre las sobremesas, que se entrometen en las charlas con entusiasmo y fervor popular, son difíciles de gestionar porque aún no asoma la nostalgia y puede lo febril, la euforia y la emoción. Se acumulan las cábalas y las corazonadas. El pálpito y la intuición. En ese ecosistema garabateado por el desorden emocional, Vingegaard, de estreno de amarillo, quería el control y que nada ocurriese. Triunfó el método danés. No se torció ni una pulgada.

Domesticó a Pogacar, el fenómeno que no cesa aunque un rayo le partiera en el Col du Granon tras la tormenta perfecta que desencadenó el Jumbo con la furia de mil truenos. El esloveno pretendía el caos. Una revuelta. Otra revolución francesa el día que Francia celebró su día nacional. El de la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1789. Allí nació el orgullo patrio y la República. Rodaron cabezas. Decapitada la monarquía absolutista. Muerto el rey, viva la revolución. Vive le Tour!

El rey sin corona, la representación de la máxima autoridad francesa en el reino del Tour, es Vingegaard que, a hombros de su guardia de corps, gestionó de maravilla una etapa peligrosa por lo emocional, por lo invisible, por los vericuetos que trascienden a los datos y a los potenciómetros. El danés nunca había vestido de amarillo. La novedad no le asustó. No le venció el miedo. Olvidó la liturgia y lo ceremonioso y se expresó a través de sus piernas con naturalidad.

Sin atender al lenguaje de las mariposas que revolotean en el estómago, Vingegaard, enfrió la ascensión caliente que enardece Alpe d’Huez y silenció cada fogonazo de Pogacar, que le buscó las costuras sin demasiada convicción. Probó el esloveno en tres ocasiones. Le faltó continuidad y dinamita. Mecha corta. Vingegaard apagó a Pogacar y se fortaleció en la montaña en la que se estrenó Tom Pidcock procedente de la fuga.

LA DIGNIDAD DE FROOME

En una jornada braseada por el sol, supuraba el asfalto, se armó una escapada que no preocupaba al líder ni a los suyos, centrados en la tarea de anular cualquier golpe de estado. En es hábitat, izó la bandera de la dignidad y la rebeldía Chris Froome, el viejo campeón, honrando la profesión en el ocaso de su carrera. Cabalga hacia el sol el británico que lo fue todo.

Después del Galibier, en la Croix de Fer, con su tremendismo, ese asfalto agrietado, ajado, de lija, quedaban con vida Perez, Meintjes, Powless, Ciccone y Pidcock. El Jumbo, encolumnado, un ciempiés, dispuso marcha cuartelera. Se cuarteó el grupo con el empeño de Van Hooydonk, un rodador poniendo firmes a muchos, convirtiéndoles en una letanía. El quejido de los escaladores.

CONTROL DEL JUMBO

Tras la lujuria y la fatiga extrema de la bacanal de la agonía de la jornada precedente, un tatuaje impreso en los cuerpos que alcanzaba hasta el tuétano, se impuso la dieta neerlandesa en la Croix de Fer, atestada la montaña de ánimo y jolgorio para amainar el padecimiento. Las voces y los aplausos a modo de alivio. Tacto de seda. El puño de hierro del Jumbo eliminó a McNulty, uno de los costaleros de Pogacar. Se evaporó. Desconchado.

El esloveno, que se olvidó de comer camino del Col du Granon por la maniobras orquestales del Jumbo en la luminosidad y que tanto le desgastaron, recordó que debía alimentarse para llenar la despensa de fuerzas. Nadie se alimenta de los olores.

Froome, el cuatro veces campeón del Tour, de regreso al escaparate después de su espeluznante caída en el Dauphiné de 2019, que le desarticuló, rotos varios huesos, quería abrazar a los suyos en la cima de Alpe d’Huez. Soñaba con la montaña mágica Froome. Fue tercero.

LA MONTAÑA DE ETXABE Y MAYO

El puerto de las 21 curvas, la cumbre de los holandeses, pero también la corona de Fede Etxabe. El león de Kortezubi alcanzó la gloria en el Alpe d’Huez después de una larga fuga. Conquistó una de las montañas más fotogénicas del Tour. Un mito. Una de sus curvas lleva inscrito su nombre. Etxabe triunfó hace 35 años. El 21 de julio de 1987. Un día después de festejar su cumpleaños, el vizcaino se regaló el Alpe d’Huez.

La montaña la descubrió hace 70 años el grandioso Fausto Coppi. La gesta de Il campionissimo se pudo ver por televisión en 1952 por vez primera. El Tour estrenaba los finales en alto. Otra revolución en Francia. Como la del pionero colombiano, Lucho Herrera, el Jardinerito de Fusagasugá, que abrió las puertas del mito a los escarabajos. Otra postal da fe de la victoria de Iban Mayo, vestido del naranja del Euskaltel-Euskadi, que se encumbró en 2003. Lance Armstrong alardeó en el mismo escenario. Nadie, sin embargo, subió la montaña más rápido que Marco Pantani. En menos de 37 minutos. El Pirata, al abordaje.

Sobre esa huella, en las herraduras de la leyenda, solo Geraint Thomas fue capaz de rascar el cielo vestido de amarillo. El icono, 13,8 kilómetros, se frotaba las manos ante el anunció de Pogacar, deseoso de voltear al líder. La montaña de los holandeses, ocho veces campeones en la cima, esperaba a los neerlandeses del Jumbo, que resguardaban a Vingegaard ante la amenaza de Pogacar, dispuesto a enarbolar otra resurrección. La adrenalina, disparada en el portal de Alpe d’Huez. Froome, Meintjes, Powless, Ciccone y Pidcock llegaron a la base con seis minutos de renta.

ATAQUE DE PIDCOCK

El último baile de Froome. Un vals. Nadie quería perder el compás. La expectativa del rock&roll estaba detrás. Un estadio entregado a los estallidos y los trallazos. Pogacar se arrimó a Vingegaard, parapetado por su equipo. La banda contra el solista. La orquesta frente al frontman. El esloveno, con la tripa llena, le entregó una barrita a Soler. Se desprendió de un botellín. Aligeró la mochila. Ambición. El Jumbo quería adormecer la subida. Situarla en la mecedora. Se encendieron las bengalas. Por delante, Pidcock lanzó el primer fogonazo. El definitivo. Un tiro, un muerto. Entre los jerarcas Van Aert aplanaba el puerto, pintadas las dudas y el resquemor en los rostros cansados de los favoritos, recordando aún la tunda inmisericorde del Granon. Nadie se fiaba de nadie. El grupo era ventrudo.

Vingegaard doma a Pogacar en la ascensión. Afp

EL LÍDER FRENA A POGACAR

El Jumbo aceleró. Último trago de agua entre los sherpas de Vingegaard. La corbata comenzaba a apretarse en los gaznates. Un pasillo humano cerraba las vistas. La cremallera la abrió Roglic. El esloveno descartó a Gaudu y Quintana. Resistían Vingegaard, Pogacar, Kuss, Bardet, Thomas y Yates. El francés comenzó a flaquear. El grupo adelgazó otra vez con el ritmo de Kuss, ligero el colibrí. Yates se deshilachó. Se miraban Vingegaard, Pogacar, Thomas y Mas. Se hartó Pogacar. Atacó el esloveno. Toque de corneta a poco más de cuatro kilómetros de la cima. Vingegaard se pegó a su espalda de inmediato. Le tocó el hombro. No le concedió ni un centímetro.

Sufrió Thomas. Se rearmó atendiendo a su ritmo, lejos de las llamaradas del esloveno. El líder aguantó el pulso a Pogacar y charlaron antes de que se reordenara todo. Después del estirón, un momento de tregua. Se recompuso la escena. Pogacar se alzó otro vez. Otro esprint. Hombros apuntando hacia el cielo. Le embridó el líder centrifugando los pedales. Thomas, diésel, cerró la herida algo después. Se cosió otra vez Mas. Nada que ver con el costurón del Col du Granon. El podio del Tour llegó de la mano. Se deslizó Bardet, que perdió algunos segundos. Vingegaard sofoca la rebelión de Pogacar en el Alpe d’Huez.