Un odio visceral, atávico, se ha incubado desde hace muchas décadas entre israelíes y palestinos. Un fanatismo tan implacable como fiero, aliñado con una pasión exacerbada, se ha apoderado de ambos bandos que defienden sus posiciones a sangre y fuego de tal manera, que es esa sangre el único abono para aquellas asoladas tierras; soy de quienes piensan que profesar una religión, ser creyente, no es necesariamente sinónimo de fanático intransigente.
Somos testigos de acalorados debates que se han suscitado con esta guerra y que surgirán con una paz entre alfileres que acaba de nacer; políticos de todos los colores han visto una ocasión propicia para satisfacer y colmar sus apetitos con la desgracia ajena que les ha servido para tapar efímeramente su propia desnudez. Retóricamente hablando podemos decir que ha estallado la paz y el tantarantán de los tambores de guerra ha enmudecido; cuando se firma un armisticio, las partes hasta ese momento beligerantes intentan sacar la máxima tajada.
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Deben ser cuidadosos y no estirar el chicle en demasía; la gente de la calle, el ciudadano anónimo de a pie, exige con una claridad y contundencia diamantinas, vivir en paz aunque sigan siendo vecinos y enemigos. Shalom, Salam.