Atravesamos tiempos difíciles en este casi tercer año de pandemia, con una guerra en Europa y con una crisis galopante. Pediría a nuestros gobernantes que escuchemos más a los agricultores y a los transportistas, que no ignoremos las dificultades cotidianas de centenares de miles de familias y que cuidemos nuestro tejido productivo. Pero hoy no quisiera hablar solo de la procesión de problemas que llevamos por dentro, sino de los de fuera. En Semana Santa no va a faltar ningún tipo de procesión. Procesiones en las colas de los supermercados como en los aeropuertos. Semana Santa y vacaciones, afortunadamente, no siempre están reñidas. Una Semana Santa con acampadas o en playas no es necesariamente menos santa. Como no todos pensamos igual, ni todos tenemos la misma forma de vida, ni la misma sensibilidad religiosa, lo primero es aceptar al otro. Reconozco que algunos vivirán su fe en el retiro de estos días como otros participarán en misa, procesiones y vía crucis. Y otros muchos optarán por el camino de la playa, del descanso, de la lectura sin ninguna relación con lo religioso. Nada de esto es malo. Cada uno opta por lo que considera más adecuado, lo que más necesita, lo que más le llena y le hace feliz. También es buena Semana Santa la de los que van a estar haciendo servicios de urgencias en hospitales, residencias, Cruz Roja, Protección Civil. Buena Semana Santa la de los que tienen que ganarse el pan con el sudor de su frente atendiendo restaurantes, hoteles y otros establecimientos. Si logramos que en esta Semana Santa no falte ningún ingrediente (respeto, espiritualidad, reflexión, amor, diálogo, oración) no importará en dónde la pasemos. Podemos acabar la semana más o menos bronceados por fuera. Lo que importa es que por dentro haya luz, haya vida.