Cuando llamaron de recepción para atender a una visita, no esperaba encontrarme a un joven con un traje de seis bodas y una corbata imposible. No había dudado en venir a este mísero país con más polvo que lagartos, a tratar de vender algo. Le atendí como a cientos otros y no paró de hablar en treinta minutos. De reloj. Cuando ya se iba, le dije que era uno más. Entonces se volvió, me miró -como se mira a un prescindible que lleva seis vermús y te quiere dar su versión de la pandemia-, y soltó (y juro que me recordó a Clint Eastwood): —Yo no dejo jamás tirado a un cliente. Lo dijo como quien pega órdago a mayor con dos sietes y ya estira la mano para coger la negada. Él tenía más juventud que malicia y yo era un viejo que había perdido la ilusión. Así que, a los diez minutos, nos dimos la mano y cerramos el primer pedido. Creo que en ese momento, el chaval vio amortizado, sin duda, el barro del camino. Y se fue bailando jotas. Hoy, algunos años después, sigo estando en su top ten -él lo llama así- y, como aseguró aquel día, con su traje de seis bodas y su corbata imposible, nunca me ha dejado tirado.