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Al señor Munilla

Cuando acude a mi mente la imagen de aquella su toma de posesión de la diócesis donostiarra, arropado por el episcopalazo español, que semejaba el desembarco de Normandía, ya barruntaba yo que aquello no iba deparar un futuro nada halagüeño a la provincia eclesial guipuzcoana. Bien efímero ha sido el tiempo transcurrido, pues ya se empiezan a oír tambores de venganza. Se le conmina a un hombre bueno a callarse o a tomar el destierro, simple y llanamente. Nos retrotrae usted, señor Munilla, a la Edad Media, nada menos, época en la que actuaba con total impunidad la Santa Inquisición, profesionalizada en crear máquinas de tormento y las hogueras, por las que deberían pasar, inexorablemente, los infieles, los herejes, la mafia, la morralla y gente de mal vivir que tenían bien merecido el suplicio que se les había sido asignado.Y así, una vez purificada en el tormento el agua sucia y contaminante y la herejía aniquilada per ignem, podían respirar tranquilos el aire puro los intangibles, los poderosos, los poseedores de la verdad absoluta. Esto ocurre cuando uno se empeña en regir la Diócesis a baculazos.

Estaba yo viendo la ceremonia de la toma de posesión, a través de una cadena de su confianza y decía literalmente: "Hasta ahora, la Iglesia guipuzcoana era un reducto de los nacionalistas y ya era hora de que llegara un hombre que pusiera las cosas en su sitio y que en esa Iglesia tuvieran cabida todos". ¡Acabáramos! Usted ha venido aquí a españolizar la Iglesia guipuzcoana. Labor ardua donde las haya que dudo mucho que lo consiga. En este caso concreto, no sirven invocaciones a la ayuda divina porque la religión y la política van travestidas. Dentro de nada, podremos ver en los templos más gente dentro del altar que en los bancos y así podrán predicarse a sí mismos. Por ello, a pesar de usted, yo creo en Jesús, en la Virgen de Aránzazu y en Joxe Arregi, agua limpia, cristalina, nítida y transparente.