CUANDO a uno le apodan Mister Final Four, huelga cualquier otra explicación. Cuando un técnico se apunta ocho Euroligas en veinte años de carrera, cabe hablar de que quizás posee el don de la infalibilidad. Cuando lo hace con cuatro equipos distintos y tras perder solo una de las nueve finales disputadas, entonces seguro que hay algo más. Si 1.500 seguidores del equipo se reúnen en el parking del pabellón para exigir a los dueños que no echen al entrenador pese a que no ha cumplido los objetivos, se trata, definitivamente, de alguien especial. "No hay secretos. Solo se trata de ir al pabellón y querer ser mejor cada día", resume Zeljko Obradovic, el entrenador que reúne en su persona todas las frases anteriores.

En 1988, Obradovic jugó la primera Final Four con el formato actual que se disputó en la ciudad belga de Gante. Era el base, cerebral y pegajoso, de aquel Partizan enorme en el que formaban Divac, Paspalj, Pecarski y un jovencísimo Djordjevic. Solo cuatro años después, el técnico de Cacak levantaba su primera Euroliga como entrenador del mismo equipo gracias a un triple milagroso del mismo Djordjevic. Sus años finales como jugador habían estado marcados por su encarcelamiento tras causar la muerte de un peatón en un atropello y su salto a los banquillos fue tan esperado como inmediatamente exitoso.

Discípulo, al igual que muchos otros compatriotas, del mítico Aza Nikolic y de Dusan Ivkovic, que le hizo debutar en la selección yugoslava siendo ya veterano, Zeljko Obradovic se hizo cargo del Partizan en 1991. Fue una apuesta personal de otra gran leyenda del baloncesto balcánico, Dragan Kikanovic, que entonces dirigía los despachos del club de Belgrado. Obradovic aceptó sin pensárselo demasiado. Incluso abandonó la concentración previa y renunció al Europeo de ese año, el último campeonato que disputó la Yugoslavia unificada, para tomar el silbato y la pizarra.

Pronto dejó su impronta de entrenador capaz de sacar a sus plantillas un rendimiento, incluso, por encima de sus posibilidades. Y con solo 33 años, le llegó la oportunidad de dirigir en la Liga ACB. El Joventut confió en él para sorpresa de muchos. Obradovic devolvió a Badalona lo que le había quitado dos años antes y la Penya alcanzó la mayor gloria de su historia. Era la época del feísmo en el baloncesto europeo, de ganar con marcadores por debajo de los 70 o los 60 puntos. Era el tostón-ball, un hábitat en el que los técnicos balcánicos se movían como peces en el agua.

Ese enorme éxito con el Joventut llevó a Zeljko Obradovic al banquillo del Real Madrid que, habiendo ganado la Liga el año anterior, necesitaba algo más para aspirar a recuperar el cetro continental. Arvydas Sabonis agotaba sus días en Europa y también quería el único título que le faltaba. El serbio armó el equipo en torno al lituano sin dar una concesión a la brillantez: granito en defensa y en ataque, que decidieran Sabonis y Arlauckas. En 1995 Obradovic ganó su tercera Euroliga con tres equipos distintos y dio al Madrid la octava y última de su palmarés.

rey de europa Por entonces, ya estaba claro que Europa era como su casa para Obradovic, quien curiosamente no logró ganar la Liga ACB ni con el Joventut ni con el Madrid. Su manera de ver el baloncesto se manifestaba en su esplendor en las citas cortas en la que el fallo no está permitido, en la que todo debe estar preparado y bajo control. Ha alcanzado la Final Four con todos los equipos en los que ha estado y ha adornado su currículo también con dos Copas Saporta.

En su credo figura una frase que sorprende: "Hay que quitar presión a los jugadores. No son máquinas y no lo pueden hacer todo bien". Quién lo diría porque el octacampeón de la Euroliga es famoso por las broncas que dedica a sus jugadores, con el rostro rojo como un tomate, para poco después dedicarles una sutil carantoña y unas convincentes palabras de ánimo. Esa mezcla parece la perfecta para ganarse a los jugadores. Muchos lamentan que ya no van a poder jugar para Obradovic porque, antes o después, los éxitos llegan. Y es que cerca de 70 han ganado la Euroliga a sus órdenes en estos 20 años: algunos como el mismo Sabonis, una y no más.

Desde 1999, el Panathinaikos es su reino. Pese a que otros clubes poderosos le lanzan los tejos, Zeljko Obradovic no tiene intención de moverse de Atenas donde lo tiene todo: unos dueños -los hermanos Yannakopoulos- que no se entrometen, un cuerpo técnico de gran nivel, unos jugadores que morirían por él y una afición que le adora y que frena su destitución, pese a que el equipo no se pase del Top-16, como ocurrió la pasada temporada. Todo ese carácter en la banda se transforma en amabilidad fuera de ella. Hoy es el día que comparte café y charla con exjugadores suyos y con otras personas con las que antaño chocó en el fragor de la batalla.

Zeljko Obradovic vive el esplendor de una carrera en la que solo se puede encontrar un fracaso. Fue el Eurobasket de 2005 que se organizó en Serbia y Montenegro. Los anfitriones, pese a venir de una mala actuación en los Juegos de Atenas el año anterior, tenían un equipazo, pero también un ambiente podrido que se le fue de las manos al seleccionador. "Mi error fue no echar a tres o cuatro", confesó entonces. Pero el mejor escribano echa un borrón y Obradovic está redactando la historia del baloncesto europeo.