aboreaba la recién estrenada libertad de la mejor forma que, a juicio de la mayoría de la ciudadanía entrevistada por diferentes medios, incluido el desinformativo de la cadena pública vasca, se puede estar en este país nuestro: acodado en la barra de un bar, sintiendo el pecaminoso placer de acariciar subrepticiamente el redondeado y por ende voluptuoso borde del mostrador, acurrucado bajo la marimba. Qué sensación de libertad, largamente anhelada durante el oprobioso confinamiento, hecha ahora realidad por mor del superior criterio técnico científico de nuestros doctos asesores. Gozando la libertad, como si estuviera en el Madrid de Ayuso. Bueno, de momento. Ya veremos cuántos fines de semana dura la cosa. Además, el virus de la gripe está al acecho para hacerse con los despojos que haya dejado el SARS-CoV-2.

Los baserritarras, ganaderos, agricultores o forestalistas, y los veterinarios, somos medioambientalistas natos y los más interesados en el bienestar animal, otro mantra del postmodernismo. El baserritarra necesita cuidar el medio ambiente porque vive de él, con él y para él. Si desaparecen, algo que ocurrirá cualquier día de estos, sobramos los veterinarios en el campo.

Asistimos a un cambio de paradigma en las relaciones de las sociedades urbana y rural. Han bastado dos o tres generaciones para que los urbanitas se olviden de la relación que sus abuelos o bisabuelos “del caserío” mantenían con su entorno. Perduran algunos detalles folclóricos como las fiestas euskaras o la Feria de Santo Tomás, pero reinterpretadas con los parámetros de la mentalidad urbano-ecologista que eleva al rango de dogma su particular concepto del medio ambiente. Y los dogmas no se pueden poner en duda y se exteriorizan con su particular liturgia, la de los ecologistas urbanos.

El pasado 21 de septiembre, la ministra para la Transición Ecológica firmó la orden por la que se prohíbe la caza del lobo, con la conformidad de la mayoría de las comunidades autónomas que, curiosamente, no padecen de momento su presencia y en algunas no existirá nunca. Los lobos saben nadar, pero no van a ir a Canarias, con la que está cayendo, o a Baleares. Las cuatro comunidades que aglutinan el 95% del censo de lobos, Galicia, Castilla y León, Asturias y Cantabria, recurrirán la orden porque, afirman, está repleta de incoherencias, falta de rigor científico e, incluso, es contraria a la normativa europea. Nuevamente la concepción urbanita del medio rural y su liturgia proteccionista.

Las consecuencias para nuestros pastores serán graves e inmediatas. Es muy posible que se incremente la población de lobos y con ello el riesgo de que, buscando sus caperucitas, incursionen en Euskadi por Karrantza o Ayala, afectando de paso a nuestra ganadería extensiva, ovejas, vacas y yeguas que, no nos olvidemos, limpian el monte y lo protegen frente a los incendios forestales. El lobo no está en riesgo. La ganadería extensiva, sí.

Llegado el caso, existen medios para evitar los fraudes por supuestos ataques inexistentes que, en realidad, obedecen a la picaresca, que también se ha dado. Las indemnizaciones deben abonarse conforme a precios de mercado y sin demoras. Existen medios para el control, incluyendo el peritaje por veterinarios forenses, no sólo por los guardas forestales.

Quizás en la gestión del monte y su fauna deberían intervenir más los veterinarios aportando su visión del ganado como factor de producción, perspectiva de la que carecen otros profesionales más preocupados por el ecosistema. De haber sido así hace unos años, no existiría en Europa la tularemia, importada junto a una partida de liebres de EEUU. Quizás tampoco padeceríamos a los corzos. La gestión de la población de jabalíes, por ejemplo, es nefasta por timorata. Nadie quiere enfadar a los ecologistas, y es una burla para nuestros baserritarras que padecen las consecuencias. Los vídeos de jabalíes en núcleos urbanos se hacen virales.

Hace unos días, el director general de Derechos de los Animales del Ministerio de Derechos Sociales, urbanita con mando en plaza, explicaba las líneas generales de la futura ley de Bienestar Animal y anunciaba que desaparecen los “animales de trabajo” porque para que un animal trabaje tiene que tener el conocimiento de que lo está haciendo e incluso la posibilidad de sindicarse. Lo segundo podría solucionarse subvencionando unos langostinos y unas cañas a algunos sindicatos y que los afilien. Lo primero es más difícil. Les cambiarán el nombre por “animales asociados a trabajos o a tareas específicas”.

No conoció los burros con cestas o los caballos que tiraban del carro de las caseras, asociados al aporte al mercado de sus productos; ni los bueyes asociados al arrastre de carretas o los mulos del cuartel de Loiola asociados a la mili antes de su transmutación en chorizo de Pamplona.

También regula su jubilación, de momento sin pensiones y fijará las condiciones de los caballos asociados a los enganches en las ciudades andaluzas. No licenciarán al carnero de la Legión, pero prohíbe el uso de animales en cabalgatas, procesiones y romerías. Los perros de pastor deberán pasar la ITV veterinaria a los siete años y contempla un cursillo para los que deseen tener una mascota, me imago que, entre otras cosas, para enseñarles a recoger las cacas. Un brindis al sol, como lo del registro de los animales potencialmente peligrosos que no respeta, ni hace respetar, casi nadie. Nuevamente, la deformada y urbanita visión del mundo animal.

Imagina a los animales desde el prisma de los dibujos animados, los considera con capacidad de tener amigos, de enamorarse, de reírse o de llorar, incluso de formar parte de los tres mosqueteros, como D’Artacán. Y al humanizarlos, les falta al respeto. Han convertido al animalismo en una nueva religión.

Hoy, garbanzos con espinacas. Bacalao al horno con patatitas panadera. Manzanas de Asteasu, asadas al Pedro Ximénez. Un plátano de Canarias. Café y palmeritas de Gaztelo, de Urnieta.