eo con frecuencia el informativo de la francesa. Informa sin opinar y solo lo fundamental. Breve. Sin alargarse innecesariamente, como otros más cercanos y doctrinarios. Escuché con gusto el discurso de Macron. Abandonando el tono épico de su anterior aparición pública, estuvo más nacionalista que europeísta. No me extraña. Europa, hasta ahora, no ha destacado liderando la crisis. Venía de entrevistarse durante varias horas con el Dr. Didier Raoult, un virólogo peculiar, director del Instituto Hospitalario Universitario (IHU) de Marsella, centro de referencia para las enfermedades infecciosas. El gesto presidencial se ha interpretado, erróneamente, como un espaldarazo al controvertido apóstol de la cloroquina como remedio casi milagroso contra la COVID-19. La propuesta de Raoult ha originado una gran polémica en todo el mundo, al cuestionar la ortodoxia terapéutica. La hidroxicloroquina, que recientemente ha curado a un amigo mío, relacionada con la quinina, útil contra la malaria, presente en alguna tónica, se fabrica en Francia bajo el nombre comercial de Plaquenil y resulta mucho más barata que otros fármacos que se están utilizando. Algunos hablan de conflicto de intereses. Los científicos también son de carne y hueso, y tienen un ego como todo el mundo, o más, acentuado en el caso del sexagenario francés por sus frecuentes apariciones en las pantallas con vehemente oratoria, luciendo su desordenada melena y su bata blanca, ofreciendo un aspecto de gurú del coronavirus. Ha hechizado a los franceses de la oposición que, a través de las redes sociales, reclaman fascinados que se adopte la receta del marsellés para combatir al virus. No olvidemos que Francia, como nosotros, está en pleno proceso electoral. Macron no se posiciona. No es el primer médico de Francia y lo sabe. Y no olvidemos a Joaquín, Alberto del vertedero de Zaldibar, ni de comprar producto local, ahora, además, a domicilio, por Internet.