unque tal vez por espinosa, se está hablando muy poco de la cuestión, siente uno la necesidad de mojarse y comenzar opinando que Iñigo Urkullu acertó convocando las elecciones para el 12 de julio. Asumió riesgos y desgaste, pero el balance es positivo. Estando la cosa como está, es difícil imaginar una situación mejor para un otoño que, no lo olvidemos, era el último tren. Ciertamente, la pandemia se ha hecho notar en la participación, pero retuercen la realidad quienes pretenden achacar de manera exclusiva a tal circunstancia la alta abstención. Ahí están los datos de Galicia para desmentirlo. Existen preocupantes razones de fondo que explican una apatía política y electoral que se debe abordar sin dilación, pero la del domingo fue una jornada que transcurrió de una manera que muchos hubiéramos firmado cuando se conoció la fecha electoral.

No parecía difícil augurar la tendencia del voto de los contendientes, pero no nos duelen prendas en reconocer que son las dimensiones de las pérdidas y las ganancias las que nos han causado cierta sorpresa. Para ser más sinceros, hubiéramos errado en casi todas las casillas de la quiniela. En lo que sí ha habido pleno, o casi, es en la previsión de la mayoría absoluta de los partidos del gobierno. Independientemente -y por encima- de las luces y las sombras de los resultados de cada una de las candidaturas, era este el tema fundamental. El balance es tan rotundo como clarificador: de un 37-38 en contra, pasan a un 41-34 a favor. Ahí está la estabilidad reclamada durante la campaña.

Es ese precisamente el único dato que ensombrece un poco el brillantísimo resultado de EH Bildu tanto en escaños como en porcentaje y número de votos, cuestión esta última de gran mérito en una jornada de baja participación. Y es que toda fuerza política que aspira desde la oposición a acceder al poder, debe hacerlo necesariamente minando la fuerza de los que gobiernan. Pero la coalición de Maddalen Iriarte no ha crecido a costa del adversario al que disputa la hegemonía, sino vampirizando al más cercano, al hipotético aliado.

Es por ello por lo que el lehendakari y su partido afrontan el futuro inmediato con gran fortaleza. Un PNV inmenso, con energía para crecer incluso en circunstancias muy adversas y con la no muy extendida capacidad de leer lo que respira en cada momento una sociedad que, sin duda, conoce muy bien. Al frente, un Iñigo Urkullu cuyas virtudes deberían algunos intentar explorar en algún momento, aparcando vacuas caricaturizaciones. Cuando un líder se afianza y crece como él, ha llegado el momento de que cuando menos se le reconozca como tal, aplacando la martilleante y obsesiva manera en la que desde ciertos sectores se le ha tratado durante estos últimos meses. El mejor método para superar las habituales perplejidades ante los éxitos electorales del vecino pasa indispensablemente por hacer un humilde esfuerzo por conocerlo.