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Con el bisturí en la maleta

UNA VEINTENA DE | Profesionales de la salud guipuzcoanos se desplazan en sus vacaciones a países pobres para que sus habitantes puedan recibir atención oftalmológica y formar a especialistas

Con el bisturí en la maleta

Un total de 20 operaciones al día, jornadas de trabajo de entre diez y doce horas y colas de pacientes que parecen no tener fin puede parecer un plan incompatible con unas vacaciones. Pero cada año oftalmólogos, enfermeros y anestesistas guipuzcoanos sacrifican sus vacaciones para acudir a zonas como el Sáhara, Madagascar, Malí o Bolivia, y operar durante dos semanas al máximo posible de personas con problemas de visión.

“Es una experiencia dura, pero el resultado final compensa todo”, señala la oftalmóloga Nagore Arbelaitz, quien el pasado mes de enero acudió por tercera vez al Sáhara y planea su cuarto viaje para diciembre. “De lo contrario, no repetiría”, añade.

Todos estos profesionales guipuzcoanos, alrededor de una veintena, forman parte, junto a otros del resto del Estado, de la fundación Ojos del Mundo. Fundada en 2001, realiza una o dos comisiones por año encargadas de atender durante quince días al máximo número de personas de cuatro proyectos diferentes. Uno en el Sáhara, otro en Bolivia, uno más en Madagascar y uno último que ahora mismo está parado por su situación delicada, en Malí.

“Cada proyecto ha partido prácticamente de cero, con la creación de las infraestructuras, la formación de personal local y una mínima red de suministro”, asegura Andrés Müller-Thyssen, quien ha visitado en varias ocasiones las cuatro zonas.

Ojos del mundo no se limita a atender a los enfermos de allí, sino que trata de impulsar la sanidad pública de cada uno de los países, buscando en todo momento que las infraestructuras y el personal del lugar puedan hacer frentes a los problemas de sus conciudadanos. “No se trata de darles el pescado, sino la caña”, indica Müller-Thyssen.

Para conseguirlo es fundamental la labor que realizan estos especialistas. Con su intervención les demuestran que la cura a sus males es posible, y lo que les es más sorprendente, puede solucionarse en solo un día. Así, muchos ministerios de sanidad, que apenas destinan dinero a la oftalmología, ven lo que se puede conseguir.

Para explicar mejor esta realidad, el oftalmólogo donostiarra pone como ejemplo un caso que vivieron: “Durante años hicimos todo lo posible para que el Ministerio de Sanidad de Mozambique dedicara una parte de su presupuesto a la oftalmología, que carecía de partida, y no fue hasta que atendimos a la propia madre del ministro de unas cataratas cuando comenzaron a hacerlo”.

Este ejemplo no es una excepción. En muchos de estos países, aunque un total de 285 millones de personas en el mundo padecen deficiencia visual y 39 millones son ciegas a causa de las cataratas, hay un desconocimiento absoluto hacia la ceguera evitable. Sobre ellos flota una especie de resignación ante la pérdida de visión. “Si alguien ve que primero su abuela, y luego su madre, con la vejez se vuelven ciegas, lo asumen cuando les toca a ellos como parte natural de la vida”, indica Müller-Thyssen, quien añade que esta resignación está asociada a la pobreza y a la religión o la cultura. De este modo, problemas cotidianos como que un niño entrecierre los ojos para ver mejor no se interpretan como falta de visión.

Cambio de actitud No obstante, gracias a la ayuda de estos profesionales la situación ha cambiado bastante. En Bolivia se ha solucionado un problema de distribución de oftalmólogos, en el Sáhara se han comenzado a formar profesionales, y en Madagascar se han construido talleres donde puedan elaborar sus propias gafas.

La actitud de los propios habitantes también ha evolucionado con el paso de los años. “La primera vez que fui yo iba con mucho miedo. ¿Una mujer, occidental, y en pleno ramadán? Pensaba que iba a ser imposible que pudiera explorar a los hombres”, expresa Arbelaitz. Sin embargo, la realidad fue del todo diferente: “Para ellos es una especie de milagro, llegan un día, les diagnosticamos, les operamos, y al día siguiente salen caminando con sus propios pies y viendo”, añade la oftalmóloga.

Aunque esto también tiene su parte negativa, ya que muchos no son capaces de comprender como a ellos no se les puede curar y a otros sí. “Hay un caso de un hombre al que le diagnosticamos un glaucoma inoperable que no era capaz de entenderlo, hasta tal punto que cada año volvía a nosotros pidiendo que le atendiéramos”, relata Müller-Thyssen.

Por otro lado, a día de hoy todavía existe un colectivo reticente a las operaciones: el de las mujeres. “Muchas deciden no operarse porque tendrían que pasar dos noches reposando con nosotros y para ellas es impensable. No pueden dejar sus labores de casa al margen”, indica Arbelaitz.

Trabajar en vacaciones Normalmente cada comisión está formada por tres oftalmólogos, tres enfermeros, un anestesista y un técnico de equipo que trabaja de lunes a sábado, una media de 11 horas seguidas y realiza en torno a 20 operaciones diarias.

“Todo ello además, en nuestras vacaciones”, señala Arbelaitz, “ya que en Euskadi se consideran permisos no retribuidos y no nos queda otra manera”. Aún así, se trata de una experiencia irremplazable: “Conseguir que una madre vea por primera vez a su bebé o ayudar a una persona que por sus problemas de visión no tenía trabajo a conseguirlo, es algo único”.

Müller-Thyssen comparte la misma opinión y concluye con otra anécdota: “Un hombre en Malí que estábamos a punto de operar desapareció sin dar señales de vida y se presentó dispuesto a los dos días. Nosotros, que no entendíamos nada, le preguntamos y nos dijo que había recorrido un montón de kilómetros para pedirle a su familia que vendiera un cordero y así afrontar unos gastos de sanidad que el gobierno de allí le pedía. Tras hacerlo, volvió de nuevo caminando para que le operáramos. Ante casos así, cómo no vamos a dedicar nuestras vacaciones a ello”.