tODOS los partidos se agarran a los símbolos, aunque algunos no los entienda nadie. Dan una imagen agradable ante el votante, suelen ser sencillos de recordar o ayudan a trasladar con más facilidad ese mensaje político por el que quieren ser los más votados. Los hay tangibles y los hay intangibles. Hay colores (los rojos, los verdes, la Revolución Naranja, los magenta o los azules) como hay también valores como el de ser el partido de quien la ciudadanía tiene mejor opinión en asuntos de gestión.
También hay quien apuesta por una infraestructura -un puente- como eje central de una campaña cuyo acto central lo realizan en un sitio mítico para su imaginario como el Velódromo de Anoeta.
Otros, en cambio, se dedican a llenar plazas de toros con la esperanza de que esos espectadores de corridas sean quienes llenen, una semana más tarde, las urnas de votos.
El PNV, el PSOE, el PP o la izquierda abertzale tienen su simbología y su ritual. Ay de aquellos tiempos en los que Norma Duval se dejaba caer por los mítines populares. Ay de aquellos famosos simpatizantes de esa Izquierda Unida que, mientras su formación pedía a los suyos hacer caso omiso del voto útil que defendía el PSOE, levantaban la ceja zapateril como escudo para defender la alegría. O ay de aquellos que, ayer mismo, cantaban la archifamosa canción antifascista Bella ciao frente a la residencia de Silvio Berlusconi.
El partido de la rosa, otro símbolo, echó ayer mano de dos emblemas: de un viejo rockero como Felipe González y de Patxi López, cada vez con mejor imagen fuera de su comunidad, para tratar de activar la posible abstención de quienes alguna vez les votaron e impulsar a Rubalcaba.
Todos estos símbolos pueden calar más o menos. Mientras tanto, la niña de Rajoy, en el asiento de atrás del coche, camino de La Moncloa, pregunta a su mentor: "¿Queda mucho para llegar?". Ese sí fue un símbolo. Incomprendido.