Sin duda es un gran avance, y a todos ha beneficiado. Desde hace años queda muy feo meterse con alguien por su napia, su culo, su papada, su estatura, su estrabismo, su pecho, su alopecia, o sea, por eso que antes se denominaba el físico. A mí un lector cabreado me tachó una vez de obeso cuando todavía no lo era –yo, él no lo sé–, y aún me escuece aquella injusta, por prematura, crítica nutricional. Hoy el Quevedo faltón estaría en paro, pues ya lo tiene crudo cualquier listillo emperrado en valorar al prójimo no por el peso de sus argumentos sino por el de sus lorzas.

De modo que, por respeto, elegancia o miedo, ningún politólogo ni diputado suele referirse al careto, andares, rotacismo o figura del vecino, ni siquiera a aquello resumido en una genialidad expresiva: las pintas. Esta actitud resulta muy lógica y sensata, pero no siempre lo fue. Un presidente de la Junta de Andalucía afirmó que cierto político vasco “padece trastornos psicológicos que no le dejan razonar por culpa de sus problemas capilares”. Su homólogo en Extremadura añadió que cuando ese político “sale de la ducha y se mira en el espejo le entra una descomposición enorme, como para ir al psiquiatra o al psicólogo inmediatamente”. Ahora se reivindican como barones estadistas y se ensalza su talante constructivo.

Uno querría que el cuidado con el que por fin tratamos el cuerpo ajeno se extendiera hasta el espíritu. Es decir, que de igual forma que no se debe llamar mono ni carapolla ni nekane a nadie, tampoco se debería llamar racista, fascista y terrorista a todo el mundo. No sé si me explico.