De repente la noche oscura tomaba un color rojizo, rosa oscuro. Muy tenue porque cualquier farola (y esto hacía que nadie en las ciudades se diera cuenta) era capaz de tapar esa luminiscencia un tanto feérica que se movía a modo de cortina revelándose sinuosa, como dándose cuenta de que estaba miles de kilómetros al sur de sus paisajes habituales e iluminando territorios meridionales poco conocidos. Desde el espacio, viajando a millones de kilómetros por hora llegaban partículas expulsadas violentamente del Sol que curvaban su trayectoria al encontrarse con el campo magnético terrestre y acababan llegando a entrar en la parte alta de la atmósfera. A más de 200 kilómetros por encima de la superficie eran capaces de excitar los átomos de oxígeno, que emitían esa luz rojiza. Conforme a los modelos que se habían publicado de la mano de quienes estudian esta interacción del Sol con nuestro planeta, sabíamos cuándo y más o menos cómo iba a suceder, aunque parecía improbable que llegara a verse en la Península Ibérica, cosa que al fin sucedió.

En cualquier caso, conocer su ciencia, su origen y su razón nunca ha quitado a estos fenómenos un ápice de maravilla y por eso todo el mundo que pudo ver la aurora tan al sur de las regiones polares sintió que algo extraordinario estaba sucediendo. Es el poder de la naturaleza, del que nos acordamos pocas veces, quizá por arrogancia, sin duda por necedad. Llevamos un año de gran actividad en el Sol, conocemos cada vez mejor la dinámica de estos fenómenos energéticos, su propagación por el sistema solar es medida y analizada y, a pesar de todo, seguimos ilusionados ante el espectáculo de la aurora ahora no tan boreal. Lástima que la siguiente noche no volviera, aún nos quedamos con ganas de que en este máximo solar, ojalá, podamos volver a disfrutarlas.