Esta semana que hoy acaba se fue una concursante de Masterchef a su casa porque argumentó que ya no podía más y que no estaba bien. “Estoy constantemente nerviosa. No estoy bien, no estoy bien. Entonces, perdonadme –se dirige al jurado–, pero es más importante estar bien yo que decepcionaros a vosotros”. Ante estas palabras, uno de los miembros del jurado, un tal Jordi Cruz, dice acercándose en pose chulesca. “Muy bien, chao, deme su delantal, su puerta”, señalándole la salida. Y la moza se va. Bueno, este es uno de los cánceres de esta sociedad, que por supuesto transpira esta presión por todos sus poros y que lógicamente también llega a los realitys de televisión, incluido éste, que fue el último plató que pisó Verónica Forqué antes de suicidarse. ¿Tuvo que ver la presión del programa con la decisión de Forqué? Ni idea, sería muy osado decirlo, pero es muy evidente que a los concursantes de muchos programas se les pone en situaciones límite que perfectamente pueden pasarles factura. Recuerdo que hace unos cuantos años era muy admirado el tal Risto Mejide por cómo vapuleaba a los aspirantes a cantante en otro reality, destrozando con su lengua viperina a criaturas que apenas llegaban a la veintena. Pues eso era celebrado como ingenio y talento verbal y rapidez mental y, de hecho, el tal Risto sigue por los medios de comunicación en programas de máxima audiencia gracias a aquella manera tan edificante de tratar a los demás. Es lo que hay, una sociedad que te aprieta hasta que no queda una gota de limón y que lo hace a todos los niveles, también a quienes, libremente, eso sí, aceptan ir a la televisión a exponerse al escrutinio público. Dijo Antonio Gala hace muchos años que una de las cosas más inteligentes era “salir de esta especie de laberinto en el que nos han metido, una vida que no es la nuestra y que no es la mandada”. Fácil no es. También lo reconocía Gala.