Uno de los mayores gastos de la clase media y alta norteamericana es la educación universitaria: el Estado tan solo la subvenciona en las universidades públicas y los estudiantes pueden beneficiarse de matrículas baratas únicamente si se apuntan a uno de sus centros locales.

Las universidades de gran prestigio, como Harvard, Yale, el Instituto de Tecnología de Massachussets y otros centros de renombre, son privadas y los estudiantes han de pagar alrededor de 100.000 dólares anuales, además de pasar pruebas de ingreso cada vez más difíciles: no es que hayan de saber más hoy que antes, es que los centros en cuestión quieren mantener un “equilibrio” racial y social que relativiza los resultados de las pruebas de ingreso, para beneficiar a miembros de grupos minoritarios aunque consigan menor puntuación.

La reciente oleada de manifestaciones antiIsrael, a las que se sumaron algunas en sentido contrario, paralizaron varios de estos centros docentes por un tiempo, con consecuencias funestas para el prestigio de las universidades: algunos padres han empezado a pedir que se les reembolse el dinero de la matrícula porque sus hijos no pueden asistir a las clases y, para seguir cursos por Internet y verse rodeados de manifestantes, no hacía falta pagar tanto.

Es improbable que les devuelvan nada, pero seguramente estas familias se ahorrarán el dinero que iban a gastar en futuras donaciones a estos centros académicos. Las donaciones tenían una pequeña motivación de agradecimiento y otro motivo mucho mayor, que era mantener el prestigio de las universidades a las que habían asistido sus hijos, para mantener el prestigio de sus títulos académicos.

Malas consecuencias

Para las universidades estadounidenses en general, la situación puede tener malas consecuencias, porque lleva a la gente a cuestionarse el valor de los títulos académicos en términos de preparación profesional, especialmente porque se va divulgando la situación de muchos estudiantes universitarios, que apenas ven a sus catedráticos, que viven en la nube de su prestigio y envían a dar clases a profesores suplentes.

También se toma conciencia del valor de títulos de las universidades de más prestigio: no es que se enseñe necesariamente mejor, es que el título abre las puertas profesionalmente, al margen de los conocimientos asimilados por los estudiantes. Es algo que, al menos provisionalmente, puede redundar en beneficio de las instituciones con más prestigio, pero a la larga contribuye a perder el respeto por todos los centros y a desvalorizar los títulos académicos en general.

En realidad, el proceso ha comenzado ya, porque muchos universitarios ven cómo sus títulos les sirven de poco: quienes se gradúan en universidades sin prestigio y, sobre todo, quienes eligen estudios que muchos consideran exóticos como artes teatrales, o incluso disciplinas clásicas como retórica o poesía.

Las enseñanzas universitarias han tenido además otra consecuencia negativa: el deseo de conseguir el prestigio de un título académico restó valor a los oficios y especialidades técnicas, con malos resultados para la economía estadounidense en general por la escasez de mano de obra técnica cualificada.

Es un proceso que se ha ido desarrollando durante décadas, pero la situación actual lleva a primer plano las deficiencias de los centros docentes de Estados Unidos, reduce el prestigio de las universidades y, muy probablemente, sus perspectivas económicas.

Los grandes beneficiarios serán los padres que se ahorrarán matrículas exorbitantes para financiar una enseñanza cuya mejor oferta es una etiqueta de prestigio, pero su contenido es deficiente y con escasos beneficios profesionales.