Comienzo de primavera.

Luz negra aun cuando sale el sol a ratos.

Conviene ascender muy despacio, casi quietos, mirando aquí y allí, respirando la luz por todos los poros.

Hitchcock nos acompaña con los graznidos amenazantes de las gaviotas.

Entramos. Cierta penumbra, más bien luz tenue tamizada por el alabastro de las ventanas.

Y entonces, literalmente, ¡te subes por las paredes!, ¡porque falta el suelo!

Ascendemos lentamente agarrándonos a aquella especie de andamio que no sabemos si se desmoronara. Rodeamos, contemplamos… la nada… el vacío respirando, como decía Oteiza.

El fantástico y dorado retablo barroco parece haber caído al agujero entre quejidos del viejo órgano. Hay que bajar más despacio todavía, por la cara norte, despacio, para realizar la despresurización adecuada.

La vuelta ha oscurecido algo y el mar se ha picado un poco, aproamos para mejorar la navegación…

Estamos sorprendidos. La arquitecta Cristina Iglesias ha convertido el faro en una ermita.

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