Se suele decir que las comparaciones son odiosas, lo que no solemos concretar es para quién. Está claro que las comparaciones no afectan a todos de la misma manera y eso hace que terminen resultando más odiosas para unos que para otros. El domingo hubo elecciones en Catalunya, unos comicios que hemos seguido con mucho interés, no solo por lo que significan para la ciudadanía catalana sino por cómo pueden afectar sus resultados a la gobernabilidad del Estado. Las elecciones se celebraron y, más allá de la fuerte caída de ERC, que empezó a intuirse ya durante la recta final de la campaña, no hubo demasiadas sorpresas –siempre que no nos resulte sorprendente que un candidato dimita después de sufrir un batacazo en las urnas–. Sorprendente, no lo sé; habitual, desde luego, no es. Ahora, como ocurre siempre después de las elecciones, toca hablar de gobernabilidad. Y es ahí donde entran en juego las comparaciones. Porque hace más bien poco que tuvimos elecciones en Euskadi y la situación postelectoral vasca tiene poco que ver con la catalana. Aquí, inmediatamente después de conocer el resultado, había pocas dudas sobre la conformación de gobierno, nada que ver con lo que ocurre allí, donde la repetición electoral es hoy un escenario que va más allá de lo posible y roza lo probable. Y la razón de esto puede ser la aritmética parlamentaria, sí, pero no solo. O, mejor dicho, no principalmente. Porque un reparto determinado de escaños puede facilitar las cosas, pero sin una cultura del acuerdo arraigada –y trabajada– esto no serviría de nada. Alejarse de los bloques y ser capaz de hablar con otras formaciones, también –o sobre todo– con las que representan espacios e ideas distintas a las de uno mismo, ayudan a facilitar la gobernabilidad y, por consiguiente, a dotar a nuestras instituciones de estabilidad.

Es por eso que, cuando comparo la política vasca con la de otros lugares, más que resultarme odioso, me siento orgulloso.