- Contando con este que tienen frente a sus ojos, se han hecho mil y un presuntos análisis más o menos sesudos de lo ocurrido en la primera vuelta de las presidenciales francesas. Ya decía Mel Gibson en la primera entrega de Arma Letal que las opiniones son como los culos: todo el mundo tiene una. Y algunas, bien lisérgicas, como la de los no pocos que sostienen que, a la vista de los datos, el verdadero ganador es el izquierdista imperecedero Jean-Luc Mélenchon porque ha obtenido casi un 22% de respaldo "sin apoyo de los poderes fácticos". No le quitaré yo mérito al locuaz (tirando a demagogo) tribuno, pero lo cierto es que ha quedado tercero. Sí, reduciendo a cenizas al PSF, pero tercero. Y solo pasan dos a la ronda definitiva, de los cuales el que ha de ser receptor del voto progresista para evitar males mayores es el actual inquilino del Elíseo, un tipo que no parece que vaya a subvertir el orden establecido. Vamos, hasta ahora no se ha distinguido por ello.

- Téngase eso en cuenta antes de buscar consuelos de pitiminí. Porque si miramos los números globales, y por más que a la llamada derecha tradicional o republicana le haya ido de culo, lo cierto es que la debacle de la izquierda ha sido aún mayor. Mucho más si se desciende al dato demoledor que revelan todos los estudios sobre la procedencia de los votos de cada formación. Resulta que la formación que recibe más voto de obreros sin cualificar o asalariados de la escala baja es la Reagrupación Nacional de Marine Le Pen. Con una diferencia sustancial sobre Mélenchon, que (y esto es significativo, pero no desconocido) tiene un gran respaldo entre las personas con bolsillos más holgados. En resumen, la requetedescalificada extrema derecha es la primera opción para la clase trabajadora francesa. Si miramos franjas de edad, también lo es, por cierto, para la generación troncal, la de los que tienen entre 35 y 59 años.

- Ya digo que no es un fenómeno nuevo. Se ha ido viendo desde la irrupción del primer Frente Nacional, el de Le Pen padre, y se ha consolidado como realidad cada vez más irreversible. Pero las formaciones autotituladas progresistas no han hecho el menor esfuerzo por comprender los motivos que llevaban a su supuesto electorado natural a echarse en brazos del populismo ultradiestro. Su receta ha consistido en el insulto más grosero acompañado del estúpido y altivo abandono de los problemas reales que acucian a los penúltimos de la fila, que en muchos casos ya son los últimos. ¿Habrá reflexión esta vez? Apuesto a que no.