La Audiencia Nacional sigue teniendo vocación de último bastión y non plus ultra. Por segunda vez en poco tiempo, como se engolfan en destacar algunas cabeceras del ultramonte mediático, ha anulado el tercer grado concedido a un preso de ETA alegando poco más o menos que no ha pedido perdón con la suficiente intensidad y credibilidad a sus víctimas. El argumento de la fiscalía, comprado a peso por sus señorías del órgano judicioso, es en la práctica aceptar pulpo como animal de compañía. Para empezar, manda muchos bemoles que alguien se erija en intérprete del grado de sinceridad de las peticiones de perdón. Para seguir, ni siquiera deberíamos llegar ahí. Salvo que nos hayan engañado mucho, el reconocimiento del daño causado, la mentada solicitud de perdón e incluso el arrepentimiento pueden ser factores que se consideren positivamente de cara a la progresión de grado, pero en ningún caso son condiciones imprescindibles. Por lo demás, el resto de requisitos los ha acreditado una comisión de personas que saben lo que se traen entre manos y con arreglo a la legalidad penitenciaria vigente.

El problema es que esa legalidad se fuerza impúdicamente en función de la ideología de los magistrados. La asunción de la gestión de las prisiones de los tres territorios por parte del Gobierno vasco ha radicalizado (si cabe) todavía más a los togados del tribunal de excepción, que se sienten llamados a actuar no ya como uno de los poderes, sino como el contrapoder por excelencia. Todo hace temer que estos dos primeros casos sean el menú degustación de lo que está por venir. Y no va a ser una realidad sencilla de gestionar.