Con frecuencia asignamos perfiles culinarios a los diferentes territorios históricos de la geografía peninsular. No obstante, y, sin ser mera relación tradicional, las cocinas tradicionales constituyen gran parte del patrimonio de nuestra sociedad, así como un gran elemento de identidad.

Jamás se marche de Valencia sin probar su paella. No visite Gran Canaria si no pretende tomar Mojo Picón. Y por su puesto, en Burgos, la morcilla es casi de cata obligatoria.

En Galicia, los mitos culinarios también están presentes, como no beber agua después de comer pulpo. Lejos de ser una excusa, con el fin de quitar el sabor del cefalópodo, esta peculiar práctica se ha convertido en costumbre, aunque con indicios históricos.

Cuentan las leyendas, que, antiguamente las personas que consumían polbo o feira, y, a posteriori se llevaba a cabo una ingesta de agua, el estómago de estos podía llegar a sufrir malestares o inflamaciones de diversa gravedad. Por ello, la población gallega siempre maridaba su plato tradicional con vino, bebida de cebada u otros líquidos. Este mito, por supuesto, es falso.

Este mito relacionado con el uno de los moluscos mas conocidos, proviene de una tradición popular. En tiempos remotos, los monjes gallegos, secaban los pulpos, capturados en el día, para después poder ofrecérselo a los visitantes del convento. El animal había perdido gran porcentaje, de su volumen, debido al secado, y, por consiguiente, podría recuperarlo durante la cocción. Por ello, se fundo la conjetura de que al estar en contacto con el agua, este se hincharía en el estómago del comensal. Hablamos de otros tiempos...