"Vengo de Rothenburg", dijo el hombre con voz susurrante en cuanto le abrieron la puerta. Previamente se había asegurado de que llamaba en la puerta indicada: Giesebrechstrasse 11, tercero. Hacía unas horas que había llegado de Estocolmo y era la primera vez que acudía al lugar. Tal y como le habían dicho, le atendería una mujer con mucho mundo recorrido, Kitty, la madame del burdel, a la que los vecinos conocían por Frau Schmidt. Tenía clase. Eso lo notó el sueco en cuanto la vio. Se dejó conducir a un salón donde se acomodó para ojear el book que la mujer puso en su mano. El conocimiento de la contraseña indicaba que el visitante pertenecía a un estatus muy especial.

Nacida en Hamburgo en 1882, Katharina Emma Sophie Schmidt atendía de niña al diminutivo de Kätchen y más tarde al de Kitty cuando, ya moza, se casó con un hombre apellidado Zammit. Vivió en la India y en Francia para acabar estableciéndose en Berlín a finales de la década de 1920. A pesar de que Alemania atravesaba una gran crisis económica, Kitty consiguió salir airosa y hacer unos ahorrillos con los que alquiló un piso de gran extensión en una céntrica calle arbolada inmediata a la Kurfürstendamm, en el elegante distrito berlinés de Charlottenburg.

El negocio que montó en aquella vivienda se denominó Pensión Schmidt. Al menos eso era lo que indicaba el cartel del portal y la placa del zaguán. Se parecía mucho al que aparecía en la película Cabaret, ambientada en la misma época. Es posible que el primer destino de aquel establecimiento hostelero fuera el que creían los vecinos que regentaba Frau Schmidt, pero las sospechas empezaron cuando el trajín por la escalera y el ascensor aumentaron escandalosamente.

El recelo no era infundado. Aquel piso, de largo pasillo con habitaciones a derecha e izquierda y amplio salón con las cortinas siempre echadas no era únicamente la vivienda de Kitty y de su hija Kathleen. Encubría un burdel clandestino, bastante cutre, por cierto. Los ingresos de Frau Schmidt fueron incrementándose de forma espectacular. Su negocio estaba ubicado en un lugar muy adecuado: cerca de una estación de un tren de cercanías, en el centro neurálgico de Berlín y en una época en plena efervescencia política, con el nazismo en auge.

El lado útil de la maldad

Kitty no comulgaba con las ideas de Hitler, entre otras cosas porque éste no toleraba la prostitución. Temía que su negocio se fuera al traste si prosperaba alguna denuncia vecinal. Por si venían mal dadas consiguió abrir una cuenta bancaria a su nombre en Londres con la ayuda de algunos clientes británicos de confianza que le hacían los ingresos. Es más, en momentos difíciles y mediante influencias políticas, logró salvar las vidas de quienes estaban en el punto de mira de las SS.

La madame, que no tenía un pelo de tonta, sabía que aquella situación no podía durar mucho y que la delación podía acabar no solo con su negocio, sino también con su vida, y tenía una hija a la que cuidar. Decidió escapar de Alemania, pero alguien la denunció y el 28 de junio de 1939 fue detenida por la Gestapo en la frontera holandesa. En los interrogatorios se descubrió que Kitty era una mujer que jamás cosía sin hilo. Vamos, que sabía sacar provecho de cualquier situación. Su caso fue estudiado por Reinhard Heydrich, jefe de todos los departamentos de seguridad, inteligencia y espionaje civiles. Su malévola mente decidió utilizar aquel burdel para sus fines ideando una trama de la que podía obtener información al tiempo que desenmascararía a la gente con doble cara del propio partido.

"O colabora con nosotros o mañana mismo ingresa en el campo de concentración de Ravensbrück", fue la propuesta que se le hizo. Frau Schmidt no lo pensó dos veces y aceptó aún sin saber cuáles iban a ser las reglas. "Le vamos a reformar el local, embelleciéndolo y facilitándole clientes de especial significación política y económica. Al personal que ya tiene le vamos a añadir veinte señoritas más que serán destinadas a esos clientes especiales, a los que distinguirá porque le darán una determinada contraseña. Usted les tratará con tacto, ofreciéndoles el catálogo fotográfico en el que figuran nuestras chicas. Ellas les conducirán a unas suites en las que nosotros previamente habremos instalado unos micrófonos que se controlarán desde el sótano de la casa. Ahí acaba su misión".

Las obras en aquel tercer piso comenzaron de inmediato. Más de un vecino bromeó con el floreciente negocio de la Pensión Schmidt que, por cierto, pasó a llamarse Salón Kitty. En abril de 1940 tuvo lugar la reinauguración con una fiesta por todo lo alto. A nadie se le escapaba lo que había tras aquella puerta, pero el propio hecho de su evidencia hacía suponer que Frau Schmidt tenía muy buenos padrinos, por lo que a nadie se le ocurrió denunciar el negocio.

El tipo de clientela varió de forma ostensible. Frecuentemente se veía a oficiales del ejército y a hombres de negocios como el sueco que ojeaba el book sin acabar por decidirse. La madame fue conociendo rostros de famosos a los que agasajaba con la exquisitez de sus servicios. Todos quedaban satisfechos y pasaban la recomendación a sus colegas. Mientras, en el sótano, las grabaciones no cesaban y sus contenidos se analizaban concienzudamente, por si alguien aportaba datos jugosos o despotricaba contra el régimen.

Jugando con ventaja

El negocio había tomado una nueva dimensión. Kitty Schmidt hacía gala de su porte señorial cuando saludaba a uno de sus visitantes más asiduos, Sepp Dietrich, general de las SS y una de las personas más próximas al Führer. Otros preferían encubrir su identidad y cargo. Sin embargo, todos sabían que con Kitty estaba asegurada la confidencialidad.

El cliente más divertido del Salón Kitty fue el conde Galeazzo de Ciano, yerno de Mussolini. Acudía a casa de Frau Schmidt cada vez que recalaba en la capital alemana, siguiendo siempre la misma estrategia en su deseo de despistar a la policía que seguía sus pasos. Al menos eso es lo que él se creía. En el número 4 de la misma calle estaba el Kino Die Kurbel, uno de los cines más antiguos de la ciudad. Ciano compraba una entrada y se acomodaba en una butaca. El cuanto se apagaban las luces de la sala escapaba por una salida lateral rumbo al Salón Kitty que, al parecer, le ofrecía mejor programación. Una hora más tarde regresaba a su localidad y abandonaba el cine en la creencia de que había burlado la vigilancia.

El candor del político fue motivo de chanza a través de los muchos chistes que le sacaron sus propios guardianes. Algunos llegaron a oídos de la madame, que se partió de la risa cuando se enteró de por qué Ciano solo permanecía una hora en su establecimiento.

Huelga decir que el auge experimentado por aquel negocio legalmente prohibido le proporcionó a Kitty grandes beneficios. Su nivel de vida no tenía nada que ver con el que precedió a la reforma del local. Se permitía lujosos viajes con su hija y los vecinos se mordían sus lenguas viperinas cada vez que se topaban con ella en el portal y en el ascensor.

Aspecto del barrio berlinés de Charlottenburg en la época de esplendor del Salón Kitty

Le alcanza la guerra

Un bombardeo aliado llevado a cabo en 1943 alcanzó de lleno al barrio de Charlottenburg. Una de las bombas cayó en las inmediaciones de Giesebrechstrasse 11 afectando a la zona alta del edificio ocupado por el burdel. Una sola llamada telefónica le bastó a Kitty para que "el aparato" -como ella denominaba al poder-, resolviera su problema.

Del tercer piso, el Salón Kitty se trasladó al primero, y con mayor lujo si cabe del que tenía antes del bombardeo. Los escuchas del sótano estaban cansados de oír guarradas, aunque muy de vez en cuando los micrófonos conseguían datos interesantes. Uno de ellos -tal vez el principal-, fue el descubrimiento de que las tropas de Franco no iban a apoyar a las de Hitler en el proyecto que ambos tenían de asaltar Gibraltar para cerrar el Mediterráneo por dicho lugar. De esta forma se abortó la Operación Félix, que ambos dictadores habían planeado en la entrevista que mantuvieron en Hendaia en octubre de 1940.

El cariz que iba tomando la II Guerra Mundial obligó a suprimir este tipo de espionaje, si bien Kitty siguió con su negocio hasta la clausura del conflicto bélico. Es más, supo adaptarse a la situación cuando entraron en Berlín las temidas tropas soviéticas, saliendo airosa de los interrogatorios que le hicieron como colaboracionista del régimen derribado.

La remontada de Alemania bajo la ocupación de los aliados supuso para el Salón Kitty un éxito tan grande como antes lo había tenido con el régimen precedente. La madame supo aprovecharse del auge económico que experimentó la ciudad durante la Guerra Fría, sobre todo tras su conversión en escaparate de la Europa libre.

Kitty Schmidt fue ciertamente una mujer incombustible. Solo sucumbió a la muerte, que le sobrevino en 1954, cuando contaba 72 años. Heredó el negocio su hija Kathleen Matei, quien trató de limpiar el pasado cambiando el nombre de la razón social por el de Pensión Florian, donde decía que alojaba a estudiantes y artistas. Sin embargo, los vecinos del reconstruido inmueble habían perdido el miedo y aprovecharon para elevar denuncia tras denuncia.

Kathleen aguantó unos años como pudo para terminar dejando el piso a su hijo Jochen Matei, quien dio un giro al histórico salón dedicándolo a migrantes que ignoraban el pasado histórico del lugar. Fue entonces cuando surtió efecto la presión vecinal. En 1992 no se renovó el permiso de continuidad del negocio. El nieto de Kitty murió sin descendencia y el piso pasó a otras manos.

Cuando vayan a Berlín hagan un hueco en su programa y dense un paseo por el céntrico barrio de Charlottenburg. Diríjanse a la dirección señalada y observen la reconstruida fachada. Yo lo he hecho, pero no se me ha ocurrido decir a nadie: "Vengo de Rothenburg".