La deuda pública en la UE va a crecer este año cerca de 600.000 millones, hasta los 14,2 billones de euros. Un aumento de la deuda que es casi el doble de grande que el programa Next Generation, el buque insignia de la UE para la recuperación económica, y seis veces mayor que las aportaciones desembolsadas de un programa planteado básicamente para tres años.

Pero un problema mayor que el limitado alcance del esfuerzo inversor de la UE es el peso de la carga de la deuda. Si en 2022 se pagaron 242 millones de euros en concepto de intereses por la deuda pública, en 2023 se estima que estos aumentarán en cerca de 50.000 millones. El Estado español tendrá que abonar este año cerca de 3.000 millones más que el año pasado por la deuda pública, un total de cerca de 32.000 millones de euros que engrosarán los beneficios de la banca, principal tenedor de los títulos de deuda. Solo los intereses de la deuda sobrepasan todo el dinero que España va a recibir este año del programa europeo de inversiones.

La carga de la deuda será aun mayor si se mantiene por parte del Banco Central Europeo la política de elevar las tasas de interés, en un intento declarado de luchar contra la inflación. En otras ocasiones hemos mostrado el escepticismo que genera luchar con un instrumento que afecta a la demanda global para resolver un problema generado por la situación de la oferta (los precios de la energía y los alimentos). Se podría pensar que en la gestión moderna de la política monetaria, los tipos de interés tienen otras funciones más relevantes que servir para el control de precios (por ejemplo, bajarlas para contribuir a la redistribución de los beneficios entre empresas productivas y financieras, o subirlas para favorecer la política de atracción de capital internacional). El hecho es que la tasa de interés de largo plazo en la zona euro ha pasado del 0,37% en enero al 2,84% en diciembre –en España, del 0,66 en enero al 3,09 en diciembre–, una brutal subida que es uno de los principales factores detrás de las malas perspectivas económicas que muchos auguran para 2023.

El enroque en la subida de las tasas de interés por parte del banco central es aun más incomprensible por cuanto que hay otras medidas a su disposición mucho más efectivas para luchar contra la inflación sin tantos daños colaterales. Así, en la actualidad las entidades de crédito de la Eurozona están obligadas a mantener en su banco central nacional un nivel mínimo del 1% de pasivos específicos, principalmente depósitos de clientes. Esto representa actualmente unos 169.000 millones de euros. Si se aumentara dicho encaje legal en tan solo un cuarto de punto, se reduciría la capacidad máxima de creación de dinero de crédito en un 20%. Un procedimiento mucho más directo y efectivo para reducir la masa monetaria en circulación y por tanto de “enfriar los precios” si es que estos fueran susceptibles de responder a una caída de la demanda, lo cual tampoco es evidente. En lugar de perjudicar a la economía en su conjunto, el coste de esta medida recaería fundamentalmente sobre las entidades de crédito.

¿Por qué el BCE opta por centrar la política monetaria en actuar sobre el precio del crédito, y no sobre la cantidad, a pesar de las derivadas negativas de esa opción sobre la deuda pública? La razón última no descansa en las teorías económicas más o menos gripadas en las que se basa la interpretación de la realidad de los ejecutivos del BCE, sino en la estructura de poder e influencia en el BCE, en la que se aleja cualquier influencia de los gobiernos estatales o comunitarios, pero se alienta la influencia y el cabildeo por parte de la Asociación Europea de la Banca y de cualquier entidad financiera de dimensión global.

Que la política monetaria se deje en manos del capital financiero es una renuncia sorprendente por parte de las autoridades públicas comunitarias. Pero que esto esté además sellado y rubricado en el Tratado de Lisboa (en particular el nefando artículo 130 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea: “… ni el Banco Central Europeo, ni los bancos centrales nacionales, ni ninguno de los miembros de sus órganos rectores podrán solicitar o aceptar instrucciones de las instituciones, órganos u organismos de la Unión, ni de los Gobiernos de los Estados miembros, ni de ningún otro órgano. Las instituciones, órganos u organismos de la Unión, así como los Gobiernos de los Estados miembros, se comprometen a respetar este principio y a no tratar de influir en los miembros de los órganos rectores del Banco Central Europeo y de los bancos centrales nacionales en el ejercicio de sus funciones”). Hay que tomar nota que cuando el artículo señala lo de “ni de ningún otro órgano”, hace referencia a cualquier órgano público que represente los intereses generales de la ciudadanía, pero excluye a todos los órganos privados, en particular a los que representan los intereses de los banqueros, que son libres de influir y hacer las recomendaciones que consideren convenientes. Que esto quede establecido por escrito con total desparpajo en el Tratado de la Unión sin que cause mayor escándalo social y político es un claro síntoma de la debilidad estructural de la democracia en la construcción del proyecto europeo.

La colusión llega a tal nivel que hoy tenemos en el BCE, como vicepresidente del comité de supervisión bancaria, al que ejercía en 2006-2007 de jefe de la Unidad de Supervisión del banco ABN AMRO en el Banco central de Holanda, que fue incapaz de evitar la quiebra más sonada de las últimas décadas de un banco europeo, que no contaminó todo el sistema bancario europeo porque a finales de 2007 un consorcio formado por los bancos Royal Bank of Scotland, Fortis y Banco Santander compró ABN AmRo con la intención de dividirlo y repartirse las diferentes áreas de negocio. Finalmente, el gobierno holandés se quedó con el trozo que se adjudicó a Fortis, entidad holandesa que se mostró incapaz de digerir su trozo del pastel y fue a su vez disuelta y sus activos nacionalizados.

Y en el comité ejecutivo del BCE tenemos al susodicho experto holandés, además de una presidenta que viene de presidir a su vez el FMI, el organismo que en 2006, un año antes del colapso del mercado monetario mundial, aseguraba que la desregulación financiera que se había promovido desde Estados Unidos generaba buenas expectativas de crecimiento de la economía mundial, que sustituye al anterior presidente del BCE, quien a su vez era vicepresidente de Goldman Sachs International, uno de los máximos responsables de la compañía en Europa, cuando la compañía asesoró a Kostas Karamanlis sobre cómo ocultar la verdadera magnitud del déficit griego, y un vicepresidente que desarrolló gran parte de su carrera profesional en el quebrado banco norteamericano de inversiones Lehman Brothers.

En fin, la influencia dominante de los intereses corporativos del sector financiero en la gestión de la política comunitaria a través de los órganos de aplicación de la política monetaria y de supervisión bancaria, que venimos señalando desde hace años en estas páginas, es solo la punta del iceberg. Si como es previsible, el aumento de la carga de la deuda vuelve a poner contra las cuerdas a las finanzas públicas de este o aquél país de la Eurozona, la UE dispone desde el 2012 del Mecanismo Europeo de estabilidad (MEDE) mecanismo permanente para la gestión de crisis para la salvaguardia de la estabilidad financiera en la eurozona en su conjunto, que dispone de 80.000 millones de euros de recursos propios y hasta 700.000 millones de capital, para “ayudar” a los gobiernos con problemas de carga excesiva de la deuda.

El organismo cuenta por supuesto con un consejo de administración encargado de decidir como y donde actuar, y que contrapartidas pedir a los gobiernos a cambio del correspondiente “rescate”. De nuevo aparece aquí la mano del capital financiero, porque los miembros del consejo de administración de un organismo público de financiación, lejos de ser representantes de los ciudadanos, o al menos de los gobiernos concernidos, son representantes, en última instancia, de sus empleadores anteriores. Aparte del presidente, antiguo Ministro de Finanzas de Luxemburgo (reconocido paraíso fiscal), el consejo de administración del MEDE está compuesto por el ex director de mercados financieros del Crédit Foncier de France; un ex banquero de inversión en Credit Suisse, un ex asesor de finanzas corporativas en McKinsey & Company y banquero de inversión en JPMorgan, un funcionario del BCE, un funcionario del FMI y una señora entre tanto señor, en este caso sí con un perfil algo diferente, pues cuenta con experiencia en hostelería y gestión de recursos humanos (ya se sabe, las finanzas son cosa de machos). ¿Alguna duda sobre quién está al mando?

Profesor titular de Economía Política en EHU/UPV