La razón argüida por el Tribunal Constitucional (TC) para esta penetración en la actividad de legislador es la falta de relación de homogeneidad que ha de existir entre las enmiendas y la iniciativa legislativa que se pretende modificar, declarando el interés constitucional de esa falta de conexidad.

Con la razón anterior el Tribunal Constitucional debería declarar inconstitucionales más del 80% del Ordenamiento Jurídico. Las últimas cinco legislaturas se han caracterizado por la sistemática ubicación de normas absolutamente ajenas a las leyes en debate y aprobación, de forma y manera que el Ordenamiento Jurídico se ha convertido en una suerte de puzzle de normas dispersas en el que los profesionales del derecho tienen que realizar una épica labor de búsqueda en relación a los litigios que deben tramitar.

El Tribunal Constitucional ha usado como referencia legitimadora dos sentencias (SSTC 119/2011, de 5 de julio, 136/2011, de 13 de septiembre, y 172/2020, de 19 de noviembre) que contradicen la propia decisión adoptada por el Tribunal ya que en ambas litis el Tribunal Constitucional resuelve cuestiones de leyes ya definitivamente aprobadas, no de leyes en trámite.

El Tribunal Constitucional ha actuado con una manifiesta falta de legitimidad y legitimación. Ha buscado un mal momento para vulnerar el art. 66.1 de la Constitución, que atribuye a las Cortes Generales la condición de único órgano directamente elegido por el pueblo, organizado en cuerpo electoral (artículos 68 y 69 de la CE). Ha buscado el peor momento para negar el contenido 1.2 de la propia Constitución (principio superior del ordenamiento jurídico) y su propia jurisprudencia reconociendo la condición de representantes del pueblo y fuente de todos los poderes, también el judicial, a aquellos cuya designación resulta directamente de la elección popular (STC 6/1981 de 16 de marzo).

Dos magistrados cuyo mandato ha caducado se han negado a aceptar su propia recusación y así configurar la mayoría suficiente para adoptar la medida cautelarísima, por usar un símil exagerado pero no ilustrativo, podría el presidente Aznar acudir a la Moncloa por entender que su mandato no ha caducado y así sucesivamente.

La caducidad del mandato constituye una pérdida sobrevenida de su capacidad de actuar y si lo hace proyectar a sus actos un vicio de nulidad de pleno derecho, tal y como se deduce del debate constituyente cuando se define la soberanía ad intra, atribuyendo la soberanía a todo el pueblo. Tal y como establece la Ley Orgánica del Poder Judicial, la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional y la propia jurisprudencia de este Tribunal.

Mal momento ha elegido el TC para vulnerar el art. 66.2 de la Constitución que prescribe que las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado, sin perjuicio de las competencias legislativas de los Parlamentos Autonómicos y el Título VI que se destina a la regulación del poder judicial, conteniéndose en el artículo 117 los rasgos perfiladores de la justicia en el Estado español estableciendo su sometimiento al imperio de la ley y no al imperio de un bloque de Magistrados a los que se denomina conservadores (es triste que el TC y otros Órganos de los que configuran el poder judicial se hayan organizado en bloques absolutamente irreconciliables y mimetizando los bloques de la política de partidos y de la política institucional.

El Tribunal Constitucional vulnera con esta decisión el principio de división de poderes que como señala Duverger, es un principio asociado a la concepción del Estado Democrático y liberal. Esta asociación arranca del dictado del artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y Ciudadano de 26 de agosto de 1789 que asocia la existencia de constitución a la garantía de los derechos y a la separación de poderes.

En relación a la división de poderes y en su concepción original de Locke y Montesquieu, concepciones en los que algunos autores han querido ver un vestigium trinitatis y no han sido infrecuentes alusiones a la mística del número tres. Representado el uno la dominación unilateral y el dos la oposición. El número tres se convertiría en la oposición y la unidad.

En todo caso y en la concepción Hegeliana de la división de poderes se deben respetar los siguientes principios:

-Cada poder actúa independientemente, de modo que se preserve su autonomía.

-Cada poder opera por medio de actos específicos. El poder legislativo cumple su función por medio de leyes; el ejecutivo actúa mediante decretos, y el poder judicial mediante sentencias.

-La actuación de cada poder aparece dotada de una eficacia determinada: fuerza de la ley, eficacia de la cosa juzgada y ejecutoriedad del acto administrativo.

Si el préambulo de la Constitución afirma que la consolidación de un Estado de Derecho sirve para asegurar la independencia y relaciones entre los poderes del Estado está manifestando el valor axiológico que para el constituyente español tiene la separación de poderes y el respeto estricto de la no intromisión de unos en las funciones de otros.

Esto es así, aunque se legisle mal. No parece muy correcto técnicamente modificar leyes orgánicas judiciales en una reforma parcial del Código Penal, aunque estas derivas constituyan un uso permanente por el legislador. El carácter incorrecto de la legislación el TC solo lo puede evaluar ex post, sobre todo si el legislador atiende a los requerimientos de su Reglamento y a los dictados de sus Órganos de Gobierno, se legisle lo que se legisle existe un fumus de legalidad.

Esta historia recuerda lo que el gaucho Martín Fierro exigía de un coronel, que distraía a su tropa con cosas ajenas a su deber de defender la frontera, decía que: a su entender el jefe que está de estable, no tenga mas que su poncho, su sable, su caballo y su deber. Algún Magistrado debe analizar si está cumpliendo su deber.