Cuando entre las medidas de ahorro propiciadas por el Gobierno se incluyó regular el alumbrado de los escaparates y algunos edificios de las ciudades pensé: ya era hora. De hecho, bastaría haber cumplido la reglamentación vigente y así evitar el exceso que hemos tenido tanto tiempo, incrementado además ahora con la omnipresencia de la iluminación led, tan sencilla de instalar como de sobredimensionar en intensidades y tonalidad, haciendo que cualquier tienda pueda deslumbrarnos y lo digo de forma literal. Al fin y al cabo llevábamos ya unos años en que todo el mundo comprendía que poner más luz no soluciona ningún problema de habitabilidad o confianza en las calles durante la noche, de la misma forma que más cámaras o más policía no hacen las calles más seguras. Reclamar espacios amables es algo perfectamente compatible con dejar la noche tranquila e iluminar bien era y es sencillo cuando hay voluntad de hacerlo con racionalidad.

Pero no: de repente el ruido mediático se inventaba que había una libertad necesaria en encender luces ineficientes y excesivas a cualquier hora de la noche. Yo, que he sufrido debajo de casa años de una videopantalla enorme encendida durante toda la noche, incluso con varios meses de estar mostrando el color azul del aviso de fallo del ordenador que la gestionaba sin que los propietarios del establecimiento hicieran nada, me sentía ahora como una criatura extraña por entender que la medida no solamente ahorra energía, que nos hace partícipes de la necesidad de disminuir nuestro consumo y, sobre todo, de hacerlo de manera consistente con el cuidado del planeta. Otra vez he sentido cómo los reaccionarios de siempre se volvían a poner en el lado equivocado de la historia y, también como siempre, haciendo el mayor daño posible a nuestro futuro posible.