En el Pozo de los Lobos (La Fosse Aux Lopus), en una ascensión de alta tensión, la manada de lobos del Deceuninck impulsó el arcoíris de Alaphilippe a la gloria. Un mundo de color para colorear una jornada negra como un pozo sin fondo. Es el peaje del Tour, desconsiderado con todos. Saturno devorando a sus hijos. En ese escenario lúgubre, con dos tremendas caídas que cortaron la respiración a la carrera, Julian Alaphilippe, un respingo, un ciclista con muelles, dinamitó la subida para pintarse de amarillo. Rey sol entre las nubes duras de Bretaña. Se encorajinó el francés cuando al muro le restaban varias empalizadas. Primoz Roglic y Tadej Pogacar, unidos en cada palmo, se ataron en la ascensión. Enemigos íntimos. Se miran en las distancias cortas, ajenos al resto. Los eslovenos, los capataces del Tour de Francia, se libraron de la guillotina que segó a Superman López, Richie Porte, Simon Yates o Michael Woods, víctimas ilustres del primer día de competición. A Marc Soler le fue peor. Se vio obligado a abandonar por varias fracturas en el radio y cúbito izquierdo. C'est le Tour.

El colombiano perdió 1:49. Lo mismo que Buchmann. Porte cedió 2:16. Simon Yates, 3:17. Adiós a París. Desencadenado, el campeón del Mundo, un ciclista mundial, se personó en el Pozo de los Lobos mostrando los colmillos y chuoando el dedo pulgar en la boca. El homenaje a su hijo de apenas unas semanas. En el nombre del hijo. Ocho segundos después se personó Matthews. Roglic fue tercero. Pogacar, sexto. Ambos compartieron encuadre en su mano a mano. No se sueltan. Roglic rascó cuatro segundos para su Tour, el de los eslovenos. En su grupo sobrevivieron Thomas, Urán, Quintana, Mas y Carapaz, que concedió solo cinco segundos más.

En la Bretaña, territorio ciclista, en una trazado con lija, picajoso, bajo el friso de las nubes grises, se encendió el Tour con la algarabía de los reencuentros de las grandes historias de amor. Se echó Francia a la cuneta, alborozada en el verdor. Resplandor en la hierba. Hasta que se desató el caos, que espera en cada esquina, o en un espectador más pendiente de su pose que del pelotón. Los idiotas esquivan la pandemia. La era de los selfies y la sobreexposición provocó una montonera monumental. Un muchacho con un cartel miraba a la cámara, pensando en su historia y viró el relato del Tour. Tony Martin, que limaba arcén porque en la Grande Boucle no sobra ni una pulgada de asfalto, se enganchó con el cartel, que invadía la trayectoria del pelotón. Su caída provocó un corrimiento de tierras. Efecto dominó. Cuerpo a tierra. Escombros de carbono e histeria. Gritos. Una montonera que cortó el grupo por si vientre. Se ensortijaron las bicis, enredadas entre la incertidumbre de la caída masiva.

En el pandemónium, con las radios humeando, se pasó revista entre la confusión. Los favoritos a la gloria en París seguían en pie en el paisaje después de la batalla. Martin, uno de los caballos de tiro de Roglic, salió con los codos ensangrentados. Jasha Sütterlin no pudo continuar. El Tour no hace prisioneros. El Deceuninck quiso acelerar hasta que Alaphilippe, su líder, mandó parar para que se recuperaran los caídos, que fueron multitud. Medio centenar. Van Aert, Miguel Ángel López y algún otro tuvo que espabilar para subirse al tren. Tao Geoghegan se desgañitaba en la persecución. Del accidente nada supo Ide Schelling que se había despegado tiempo atrás de la amalgama de dorsales. Compartió kilómetraje con Pérez, Rodríguez, Danny van Poppel, Bonnamour y Swift, la fuga inaugural del Tour, hasta que dejó el nido. El vuelo le duró a Schelling hasta que se reconfiguró el pelotón, enfocado, una vez olvidado el tremendo susto.

Regresó el sosiego emocional en carreteras que eran un sube y baja, siempre dispuestas a exigir, a levantar la silueta del sillín, a incomodar. Alpecin, un Mercier moderno, Deceuninck, Ineos y Movistar iniciaron el pugilismo en cabeza. Todos buscando su sitio porque en la claustrofobia no hay espacio para la mayoría. El Tour es una prensa inclemente que siempre presiona. Estresante. En el extrarradio de La Fosse aux Loups, la carrera era un clásica, una huida hacia delante. Una estampida. Vértigo. Velocidad. Riesgo. Pánico. Se olía el peligro. Otro grito sordo. Espeluznante. Caída. Rosario de dolor. Froome, quebrado, maldijo en el asfalto. Ajeno al dolor y los quebrantos, Alaphilippe, a hombros de Devenyns, dibujó una victoria espectacular con un ataque irresistible en la Cote de La Fosse Aux Lopus, 3,1 kilómetros finales al 5,6% de pendiente media. Alaphilippe, aferrado a su manual de estilo, alcanzó la gloria. Otros muchos yacieron en la miseria. Alaphilippe reina en el caos.