unque tú no lo sepas, yo estuve muy cerca de llegar lejos en el fútbol. No soy el típico periodista al que le puedas achacar que no le haya dado una patada a un bote. Si no llega a ser porque no me gustaba entrenar, era un vago, no metía el pie en los duelos, no me sacrificaba, tenía una pierna izquierda de madera, no saltaba nunca de cabeza (sobre todo si el Mikasa procedía de un saque largo del portero), me faltaban diez centímetros, me dispersé mucho o muchísimo en la adolescencia cuando descubrí la noche, lo que conllevó que descansara menos y comenzara a conocer mi anatomía a base de roturas de fibras (la última, hace una semana, un tal aductor largo; encantado de saludarle) hubiese triunfado seguro. Estoy convencido de ello y es una opinión que, como cualquier otra que emito en mi trabajo o crónicas, la expreso sin ninguna intención de convencer a nadie. Lo sé.

Por lo tanto, conozco bien los rituales balompédicos y los secretos de los túneles de vestuario. Siempre he sido un enamorado de los sonidos del fútbol, por eso me da rabia que traten de imponernos música en Anoeta y que en el descanso apenas podamos hablar entre nosotros por el volumen de la megafonía. En Atotxa escuchabas el Cafés Gao, Gao que sí y no estaban a punto de explotarte los tímpanos. Es más, lo asimilabas tan bien que lo retenías casi de por vida, como se puede comprobar en que lo recordamos casi todos.

Uno de esos sonidos tan característicos e inconfundibles es el del impacto en el cemento de los tacos cuando los futbolistas enfilan el camino hacia el verde. Se trata de un ruido que llevo grabado a fuego desde hace mucho tiempo. Cuando pasé de la playa al campo, tuve un problema de crecederas que me impedía completar los partidos porque el dolor se iba haciendo insoportable (como pueden ver, el físico siempre me acompañó para ser un profesional) y un médico, desconozco muy bien si con alguna base científica, me diagnosticó que tenía que estar seis meses sin hacer deporte ni en el recreo para recuperarme. Esto provocó que comenzara la temporada en, sobre todo por aquella época, gravilla un par de meses más tarde que mis compañeros. Mi aita, que hubiese sido sin duda asesor y duro representante al estilo Raiola, me compró unas botas (Marco, negras, por supuesto) para mi gran estreno en el viejo Monumental de Anoeta. Cuál fue mi sorpresa que cuando íbamos a saltar al campo y eché a andar, mis pisadas no sonaban igual. El bueno de mi aita me había comprado unas botas con tacos de aluminio. Todavía resuenan en mi cabeza las risas del vestuario. Me tuvieron que dejar unas botas para mi gran estreno. No, nadie me dijo que fuese a ser fácil y mi carrera nunca pareció un camino de rosas... (me gusta recordarlo así, con algo de maquillaje épico).

Aunque lo han remodelado y a los futbolistas de hoy en día les encanta jugar con tacos de plástico como las que llevaban mis compañeros, en las escaleras del túnel del Bernabéu resuenan como en ningún otro lado. Merino y Aritz me explicaron bien lo mucho que sobrecoge el templo blanco en un reportaje“Es el estadio que más me ha impresionado. Son unas escaleras empinadas para salir al campo y la grada es súper alta, desde abajo parece más de lo que es. Uno de los mejores campos para disfrutar”, contaba Merino. Al canterano le pasó algo parecido: “Cuando jugué por primera vez allí, me preguntó Granero si había ido alguna vez al Bernabéu. Le contesté que no y me dijo: En cuanto subas las escaleras vas a flipar, ya verás. Cuando entré al campo antes de calentar y subí las escaleras, pensé: ¿Pero Impresiona mucho”.

La última vez que la Real visitó el estadio de Concha Espina fue en el inolvidable 3-4 de la Copa. Una de las imágenes que más se recuerdan de aquella gesta y la posterior celebración fue la llegada al vestuario de Imanol, al que le estaba esperando arriba Casemiro, que no jugó, para darle elegantemente la enhorabuena. Después, el oriotarra “de mi vida” no pudo reprimir el grito de rabia, tensión y euforia que aguantábamos dentro como podíamos los periodistas allí desplazados mientras trabajábamos. El brasileño es un gran exponente de que para asaltar el Bernabéu hace falta más que jugar un gran fútbol y hacer muy bien las cosas. Siempre vas a depender de más factores ajenos al juego que todos conocemos. Y sufrimos, claro. Esto decía el brasileño en una entrevista a Panenka sobre si le preocupaba la etiqueta de duro: “No, al revés. Las faltas me corresponden. Y los números están ahí, yo en el Madrid fui expulsado dos veces”. Es decir, una vez más que Oyarzabal, que en cinco temporadas en el primer equipo solo ha hecho una entrada fuerte a un rival. El chiste se cuenta solo. Aunque no tenga ninguna gracia.

No deja de ser curioso lo mucho que nos gusta el fútbol siendo seguidores de la Real. Lo digo por nuestra capacidad de sufrimiento. El 3-4 entró y se instaló en nuestros corazones para siempre (como el posterior título), pero el martirio que padecimos en aquellos interminables últimos minutos no tiene nombre. Creo que los más agobiantes de mi trayectoria como periodista siguiendo a nuestro equipo. Merino y Aritz definieron a la perfección la agonía en que puede convertirse la visita al Bernabéu: “La definición de sufrir está en ese partido. Cuando nos pusimos 1-4 tenía la sensación de que estábamos haciendo historia, pero de que no podíamos relajarnos. Empiezas a escuchar el murmullo de la gente, a ver que los jugadores se vienen arriba y comienzan a subir los centrales. Históricamente, a ellos les gustan las remontadas y la gente y el estadio se lo creen, y había momentos con trece personas metidas en el área y sufrimos mucho. Aritz de repente me dijo que no podía más, yo pensaba: pero cómo me puede decir esto mi central. Por suerte sacó fuerzas de donde no las había y salió bien”, recordaba el navarro. El beasaindarra acabó el duelo casi traumatizado: “En un momento veías a gente de blanco que aparecía por todos lados, centros al área, no sabías a quién marcar porque tenías uno delante, otro al lado y otro detrás. Era una auténtica locura. Lo sufrimos juntos y lo bonito fue cuando pitó el final el árbitro, que nos viésemos en unas semifinales de la Copa del Rey y que habíamos hecho historia”.

Me quedo con eso, porque también tuvo una parte preciosa y emocionante. El hecho de juntarnos muchos aficionados realistas en una de las esquinas del Bernabéu, por fin sin miedo en Madrid, luciendo las txuri-urdin con orgullo y sentimiento. El pitido final fue conmovedor. Incluso algún periodista local denunció en sus redes sociales la liberación y los abrazos de los medios desplazados. Si no lo entendió, es porque no sabe lo que es sufrir de esa manera. Con el colofón del equipo saliendo casi en chancletas para homenajear y dedicárselo a los más de 500 aficionados que lloraban de emoción mientras yo escribía la heroica crónica. Cierro los ojos, lo vuelvo a visualizar y me viene a la cabeza Rosario con su inmortal “qué bonito sería poder volar (a la grada) y a tu lado, ponerme yo a cantar”. Pocas cosas saben tan bien en el fútbol como vencer en el santuario blanco. Ya sabemos que a veces sufrir merece mucho la pena. Viajamos sin temores a una tierra ya conquistada. Y esta Real lo puede volver a hacer. Palabra de un casi profesional, no lo olviden. ¡A por ellos!