eguro que muchos de vosotros la habéis leído. Mientras preparo los textos y busco ideas que compartir aquí, encuentro una noticia que proviene de Andorra, de un spa, de un circuito con aguas y chorros que apuntan a la parte del cuerpo que elijas. Son muy relajantes. Hasta tal punto que, a un señor se le cayó un pum que oyó, u olió, el cliente más cercano. Con el ruido que producen las termales, debió ser sonoro hasta decir basta. Cuenta la noticia que la ventosidad salió entre las peñas feroces “sin guardar la distancia de seguridad”. Vamos, que ni un tomahawk en toda regla.

Cita la crónica que el pedo provocó después una pelea con muchos participantes, entre ellos las familias del emisor y del receptor, que obligó a intervenir a la Policía andorrana y llevarse a tres detenidos. Como quiera que es un centro al que acude mucho personal, que cierra casi a la media noche y que estaba lleno de gente por culpa del puente de El Pilar, se intuye que la algarabía fue colosal, como un concierto en dura competencia con la Sinfónica de Berlín, y que el señor de la flatulencia hizo caso a los médicos que recomiendan no guardárselos. ¿Os imagináis el cuadro? ¡Amén, Jesús!

Como tampoco aguanto no destacar la presencia masiva de aficionados en el estadio. ¡Por fin! Quisieron todos celebrar de alguna manera la victoria en la final de Copa. Aquel fue un día especial que se le robó a la afición. Cada uno lo vivió en casa, con su gente y lo festejó, pero faltó el baño de multitudes, el agradecimiento a los profesionales que se dejaron la piel en la conquista. El fervor no se compra en las tiendas de ultramarinos, pero ayer afloró de modo imparable. No fue lo mismo que in situ, pero sirve para dejar las cosas en su sitio y compartir la alegría de aquel triunfo que hizo felices a miles de guipuzcoanos, muy orgullosos de su equipo. Como se ningunea tanto el éxito de los humildes, a veces puede dar la sensación de que deban pedir perdón por manifestar lo que sienten. Anoche, en el primer tiempo, mientras al equipo le costaba un riñón llevar peligro al área balear, no descansaron un minuto y los cánticos trataron de que las cosas encontraran un camino nuevo al que llevaba el partido. Siguen siendo uno de los baluartes de la entidad.

Todo sucedió en los minutos previos al duelo con el Mallorca. Algo así como el punto de partida de un calendario a propulsión a chorro con la disputa de siete encuentros en un plis plas de lo que nos queda de octubre y la primera semana de noviembre. Menos mal que la enfermería va perdiendo clientes y el entrenador dispone de más dinamita para afrontar cada una de las citas en las mejores condiciones. En ese sentido, la lesión de Mikel Oyarzabal no ayuda y habrá que saber convivir con esa realidad los partidos que sean necesarios. Tampoco me resisto a reconocer que el jugador es decisivo en muchos momentos, tanto en los pases como en los remates, como en el contagio a sus compañeros y en la comunicación con la grada.

Desde el inicio se intuyó que el encuentro iba a ser pestoso, porque la presión sobre el rival acogotaba a todos y apenas aparecían espacios y opciones de llevar peligro a las porterías contraria. No daba tiempo siquiera de lamer una piruleta. En cuanto un jugador disponía de un balón controlado, al instante estaba rodeado de oponentes. Pena que el remate de Isak pillara al sueco en fuera de juego, porque haber llegado al descanso con ventaja hubiera sido formidable tal y como sucedían las cosas. Como a este árbitro le tenemos más calado que a la Chelito, era cuestión de esperar el momento en que se armara. Y se armó, claro, tal y como estaba previsto en cuanto conocimos el nombramiento. Entre otras lindezas, le cabe el honor de ser el primero en expulsar a un jugador realista en la presente temporada. Total que, sin Aihen, tocaba afrontar el segundo tiempo con un futbolista menos. Ello suponía riesgo, tanto para atacar como para defender. El nuevo marco obligó al entrenador a modificar el plan previsto dando entrada a Gorosabel y Zubimendi, en detrimento de Robert Navarro y Guevara, que se ducharon antes de tiempo.

Decía Helenio Herrera que al fútbol se jugaba mejor con diez que con once. Por si acaso, cuando entrenaba al Barça, siempre salía al completo. Faltando un futbolista las cosas siempre son más complicadas. Sobre la marcha en el segundo tiempo, un técnico del fútbol guipuzcoano me preguntaba si firmaba el empate tal y como iban las cosas. No le contesté. En el fondo pensaba que sí, pero al final siempre te quedas con la esperanza de que pueda pasar algo favorable. Y pasó, nos aferramos a un azken furgoia. Un chaval humilde de Lezo al que le hierve la sangre, logra mover el marcador y devolver a la grada todo lo que estaba ayudando al equipo. Hay una foto del momento de la celebración que expresa con claridad lo que significa el grupo, el vestuario, sin gallos. Se apiñan todos en torno al goleador, que se emociona y no oculta las lágrimas de alegría que supone ese tanto en su carrera incipiente, mucho más decisivo que el marcado en el Camp Nou en el primer partido de liga.

El encuentro necesitaba un final feliz. Dar la vuelta al ruedo paseando la Copa de campeones era mucho más cautivador desde la victoria que viniendo de un empate. La gente cantó el gol de tal manera que el clamor fue rotundo. Las imágenes de televisión transmiten las emociones de modo innegable. Era imposible permanecer impávido ante lo que se estaba viviendo. Con semejante escándalo festivo, al señor de las aguas termales de Caldea no le hubiera pasado nada, porque el de al lado no se enteraba. Ni pum, ni pedorreta, ni nada. Todo el mundo contento, el equipo más arriba y algunas facturas liquidadas. Por ejemplo, la de Miguel Ángel Moyá, que no se pudo despedir de la gente el pasado verano y que recibió del público el cariño que se ganó a pulso mientras formó parte de la entidad txuri-urdin y que esta misma semana en este diario fue protagonista de una entrevista deliciosa, tanto por las preguntas como por las respuestas.

Apunte con brillantina: Estoy hasta las mismísimas de los horarios de los partidos. El Bidasoa jugó a las nueve, la Real, a las nueve. Entre que escribes, recoges y te tranquilizas, estás en la medianoche. Ponte a cenar a esas horas. Un triste yogur y al sobre, pero más contento que unas castañuelas. Y los niños irán a la ikastola medio dormidos, pero felices como los novios que comen perdices.