abía tirado la toalla hace tres meses, cuando aquello que parecía un estornudo se convirtió en un descontrol de primer orden. Os podéis imaginar que no voy a escribir sobre el coronavirus porque, además del hartazgo colectivo, prefiero tratar de encontrar el lado menos amargo de la vida. No han sido días fáciles para nadie. Ni siquiera para quien esto escribe. Me tocó celebrar mi cumpleaños en plena quietud, como las monjas de clausura o las momias en sarcófago. No tengo perro (ni lo voy a tener), ni edad para pasear niños, así que guardé la cuarentena de modo ejemplar. Acostumbrado a los silencios, cualquier ruido me producía sobresaltos. Fui descubriendo las costumbres del vecindario. El de la izquierda, con una bici estática, pedaleando sin tregua, horas y horas hasta que, o se lesionó o se le rompió la cadena al artefacto. El de enfrente destrozó la cinta sobre la que corría por la mañana, por la tarde y por la noche. De repente, aparecieron deportistas con chándal época Vaticano II, dispuestos a lo que fuera con tal de escaparse. Estoy muy atento a la primera carrera atlética de nivel que se dispute por estos lares para comprobar la realidad de tanto esfuerzo físico. Si es por ello, los etíopes quedarán muy relegados en la clasificación. ¡Qué barbaridad! Mamo Wolde o Abebe Bikila hoy serían del montón.

Para no dejar de quejarme, hago referencia a quien por el patio interior, al atardecer, ponía en marcha su clarinete, la flauta travesera o el oboe. Supongo que preparaba algún examen. Se pasó tocando La vie en rose tres semanas seguidas. Se le escapaban las notas, desafinaba. Sucedió lo mismo en jornadas posteriores, cuando la pieza estrella correspondió al Dúo de las flores en la deliciosa Lakmé, de Delibes. No notaba el progreso en la interpretación y me desesperaba, porque volvía y volvía a empezar. Un horror de dos horas diarias. Luego, le tocó el turno a una emblemática obra de Mikel Laboa que alternaba con Xalbadorren heriotzean.

Un día un central de la Real (creo que os lo he contado alguna vez) refiriéndose a un técnico me dijo "la venganza es un plato que se sirve frío". En este tiempo de encierro involuntario le comprendí mejor. Cuando llegó el día previsto para la suspendida final de Copa y en las jornadas de la clausurada feria de abril, ataqué de frente con una colección de rumbas, sonando a tope, para diez manzanas alrededor de casa. Es decir, cambié los balones medicinales, las alfombrillas, las mancuernas, las pesas y demás por un mambo que alternaba con múltiples viajes a la nevera de la cocina. Picoteo aquí, picoteo allá...

Hablaba mucho con deportistas de todo tipo de modalidades. Estaban desesperados (algunos aún lo están). Romper con las habituales rutinas les sumió en un mundo inesperado en el que se han movido muchas semanas. Sin saber por dónde les daba el aire, ignorantes respecto de la suspensión de las distintas ligas o de la reanudación de los campeonatos. Un horror que les obligó a buscar acomodo en el mundo de las paellas, de los postres, de los canelones rellenos, del rape a la parrilla, del pulpo con pimentón y cachelos. Recibía fotos, vídeos, memes, chistes y otras gracias para paliar el aburrimiento. Se teñían, se dejaban barba o bigote, jugueteaban con los perros... Un abanico muy plural que ayuda a descubrir otra versión mucho más divertida de todos ellos. Más libertinaje y menos postureo.

De fútbol no se hablaba porque no había nada que decir. Sinceramente, pensé que el juego no volvía hasta el curso que viene. Cerré los cuadernos de apuntes, las carpetas con los recortes de las crónicas. Sentía la necesidad de ser respetuoso con las personas fallecidas y con quienes se han dejado la vida en residencias, clínicas y hospitales. Hablar de partidos en esas circunstancias no me parecía prudente. Hasta que, de repente, los alemanes dieron un paso al frente, que luego han seguido y van a seguir otras ligas. Tocaba despertar aunque fuera en un ambiente raro, extraño, impropio y de escombros. Recibí la llamada del redactor del periódico. "Ponte las pilas. Tienes once beaterios en un mes".

Como no sé decir que no, me comprometí. Aquí está el primero. Soñaba, como un Segismundo cualquiera, ("ay mísero de mí, ay infelice") que alguna autoridad me invitara al partido, aunque fuera para verlo, más solo que la una, en la fila cincuenta del quinto anfiteatro. Calladito, con la máscara puesta, con guantes de cabritilla y medias de seda con espiguilla, para experimentar sensaciones de un partido que, en circunstancias normales, hubiera alborotado todos los patios y que anoche era como un alma de cántaro.

Los partidos con los navarros nos lo sabemos de memoria, tanto los de aquí como los de allá. En cambio, esta vez sonaba raro, por singular y estrafalario. Con la posibilidad de cinco cambios por equipo, con convocatorias amazónicas y con los técnicos equilibrando esfuerzos, podía suceder cualquier cosa. Si los de Imanol mantenían las constantes vitales anteriores al parón, el asunto estaba bien encaminado. Lo dijo Ander Barrenetxea en la rueda de prensa previa: "Lo importante es saber cómo estamos nosotros".

Se me hizo eterno el tiempo de espera hasta las diez de la noche, máxime cuando suelo acostarme a la hora de las gallinas francesas. Imanol no se movió del guion y optó por el clasicismo, con Isak y Januzaj en la recámara. El once inicial no distó mucho del que hubiera acertado la mayoría de feligreses. Jagoba Arrasate, más precavido, se cubrió de salida con tres centrales para evitar espacios y apuros. Dicen que es más fácil destruir que crear, pero los navarros dieron un recital de todo en el primer periodo, al que además un penalti de chichinabo les sirvió para poner la guinda a su buen trabajo. La Real estuvo espesa y atenazada, sin encontrar el antídoto del ritmo con el que desgastar al oponente. Se esperaba una reacción tras el descanso. La acción de Willian José y el remate de Oyarzabal salvaron parte del mobiliario, pero sin brillantez. Un segundo gol hubiera pintado de rosa la vida, pero a esta hora, después de lo de anoche, manda el gris.