Hace una semana andaba el equipo por tierras de Ceuta, solventando un compromiso de forma feliz. Pasan siete días y afronta un partido de liga muy cerca de ese río caudaloso que da pie a miles de letras y tonadas. Siempre que toca Sevilla tarareo el Romance de la reina Mercedes que cantaba Concha Piquer, en tres líneas maravillosas cuando entre embrujos y embelesos dice la letra “Un idilio de amor empezó a sonreír, mientras cantan en tono menor por la orillita del Guadalquivir”. Lo tarareo y me vengo arriba. Sois muy libres de pensar que estoy absolutamente perturbado. Qué queréis que os diga. Prefiero eso que amargarme con partidos como el de ayer, en los que crees que va a pasar una cosa y sucede otra. Además, a lo bestia. El Betis es un equipo andaluz y eso supone cambiar el desánimo por la euforia en menos que canta un gallo. Cuando en la primera vuelta los béticos visitaron Anoeta cayeron con claridad y a resultas de aquella derrota la silla del entrenador comenzó a moverse. Pusieron en marcha el runrún del cese y el coro ensayó el gorigori habitual. Por esas cosas que pasan, tampoco se sabe el porqué, el equipo ganó partidos, sumó puntos y asomó la cabeza por el ventanuco. Hasta tal punto que en la comparecencia de Mikel Merino esta semana ante la prensa, advertía el navarro que los verdiblancos eran aspirantes a lo mismo que los realistas y que el encuentro del Villamarín, también llamado Heliópolis, valía bastante más de lo que se podía pensar. Es decir, a ver por dónde salía o nos daba el sol. A esta hora soportamos un meneo y perdemos el gol-average.

Pocas veces hemos salido alegres de esa cita. Desde 1987 hasta 2005 nunca jamás se había conseguido allí la victoria y nunca jamás pude ver y transmitir un triunfo. Era desesperante. Viajaba y viajaba. Nada. Os he contado en alguna ocasión que una mañana de partido, convencido de que nos iban a dar para el pelo una vez más, cogí un taxi hasta el Altozano, a la calle Pureza. Acudí a la capilla de los Marineros y puse unas velas a la Esperanza de Triana en aquella iglesia, buscando en la Divina Providencia lo que el equipo no era capaz de lograr en el césped. A la salida giré a la izquierda y a pocos pasos entré en la iglesia de Santa Ana, más velas y algo de oración porque se oficiaba misa.

Han pasado quince años desde entonces, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Ganamos (2-3). En aquel partido ya jugó Joaquín. Lo sigue haciendo. El primero de los goles correspondió a Mikel Labaka. Supongo que ayer, cuando debía estar atento a muchas más cosas, recordó el momento, al igual que los tantos de sus compañeros José Javier Barkero y Gari Uranga, éste casi en el último minuto. Inolvidable cómo canté el gol. Como la Caballé dando el do de pecho. ¡Cuánto ha llovido y cómo ha cambiado el cuento! Fue tal la relajación que, después de terminar trabajos y tareas, decidí hacer algo que se me antojaba cada vez que viajaba a esa ciudad. Quería montar en calesa. Estaba acompañado de un jugador de balonmano guipuzcoano que en aquellos tiempos competía por la zona. Medía dos metros. Tan alto como la Giralda, en cuya puerta gestionamos el paseo en torno a una hora por unos cincuenta euros. Era abril y la tarde era primaveral, colosal, llena de luces y aromas. No iba como la reina de la copla, pero casi. Repanchingados, cada uno en un asiento, disfrutamos de lo lindo, tanto de los sitios por los que pasábamos como de la alegría por los puntos conseguidos. Llegamos al parque de María Luisa. El cochero detuvo el carro un rato para que el caballo descansara y bebiera agua. Seguro que la necesitaba porque llevaba encima a dos bigardos, uno a lo ancho y otro a lo alto.

Vestíamos aquel día de un azul muy oscuro, casi negro. En victorias posteriores (dos o tres) el azul y el amarillo no pasaron al departamento de ternos gafes y horripilantes. Comento esto porque en los días precedentes se especulaba sobre la indumentaria que iba a elegir el encargado del material para esta cita. Fue un azul conmemorativo que supongo pasará a las calderas de Pedro Botero. Que las guarden para siempre. Es obvio que os cuento estas historias para no flagelaros, ni flagelarme. Sinceramente, estaba pasando tan mal rato viendo el partido que decidí pasarme al balonmano. Un Portugal-Islandia, a brazo partido, transmitía muchas más emociones. De vez en cuando, cambiaba de canal por si la cosa era diferente, pero seguía luciendo el sol en el lado verdiblanco.

En estas circunstancias quien dispone de un teclado, normalmente, convive con dos ideas. Una se relaciona con sacudir estopa a diestro y siniestro. Lo más complicado es lo otro, lo que se relaciona con la comprensión. No dudo lo más mínimo al respecto, pero seguro que nadie lo pasó ayer peor que los jugadores. El entrenador con sus jugadores. Entre ellos deben resolver el problema. Digo problema porque de los últimos 30 puntos en disputa, hemos sumado doce. No son números para grandes conquistas.

Esta pasada noche era especial para donostiarras, azpeitiarras y los que se incorporan a la fiesta. Fue una izada con sordina. Faltó la guinda. Hoy es día de fiesta. Una vez al año. Debemos celebrarlo y seguro que el miércoles en ese partido de Copa decisivo ante el Espanyol el equipo da la cara e intenta seguir en el camino que desean. ¡Creamos!

Lo de Sevilla rozó el despropósito. Desde el pitido inicial, daba la sensación de que no estábamos con buen son. Muy al final parecimos dar señales de vida, pero sin mayor trascendencia. Se quedaron sin paseo en calesa y sin cantar el romance por la orillita del Guadalquivir. Se nos desbocó el caballo que tiraba del carro.