Lo logramos. Hemos sobrevivido a otras navidades. Y eso que cada vez nos lo ponen más complicado. No voy a entrar a valorar fenómenos paranormales en forma de efectos secundarios que provocan que, una vez pasada la Nochevieja y cuando vamos a intentar bajar el listón de las comidas por motivos obvios que saltan a la vista, sigamos teniendo un hambre voraz. No se puede entender. Para mí, que acostumbro a guardarme algunos días de vacaciones antes del final de año, ha llegado un momento en el que, para situarme en el tiempo en estas fechas tan señaladas, me refiero más que a los distintos días de asueto a las posibles crisis de mi torturado estómago y en consecuencia pinchazos en convocatorias de cuadrilla. Es lo que tiene recibir cada año en Donostia a un amigo superdotado, que como mucho en una semana de máxima exigencia te comenta que no le sentó demasiado bien alguna txuleta o unos callos que se había cenado la víspera, aunque tampoco le habían provocado dormir excesivamente mal. Mientras, yo voy haciendo la goma desde la primera comida o cena. El segundo día ya me protejo con un Omeprazol. Para el tercero, sin que el depredador rebaje el ritmo ni lo más mínimo y ocupe la mayor parte de sus pensamientos en planear dónde va a almorzar las jornadas posteriores, previsor yo, ya llevo en el bolsillo Almax o Ranitidina. Si me apuran hasta un paracetamol o ibuprofeno. En víspera de la crisis y el KO técnico, suele aparecer algún Fortasec en mi pantalón. Sí, es cierto, parezco una farmacia andante. Una versión sana del tipo "Pim pam, toma Lacasitos".

Les sitúo en mis vacaciones. En el primer tiempo muerto obligado o desesperada solicitud de socorro, que por cierto se vio agravada por el maléfico plan estratégico ideado por la Real para intentar acabar con la salud de los periodistas al organizar la gala de la asociación en la grada del estadio con unos 5 grados a finales de diciembre, me encontré zapeando con la película de Maradona. Y lo reconozco, no sé si fue porque estaba bajito de moral bajo mi mantita, pero me impresionó. Sobre todo porque hacía mucho tiempo que un personaje por el que profesé tanta admiración no me conmovía y me entristecía. En los últimos años, su decadencia le ha hecho perder todo ese halo de fascinación que me había generado un futbolista de época que me cautivó desde la primera tarde en la que le vi, cuando mi aita, un visionario, nos compró dos entradas a mi hermano y a mí para que fuésemos a disfrutar del "mejor jugador del mundo" en su visita a Atocha en 1983 que, por cierto, finalizó 1-0 con gol de cabeza en plancha de Uralde.

El documental, que cuenta con unas imágenes reales extraordinarias, relata su paso por el Nápoles. Un club que no sabía lo que era ganar hasta que llegó el astro argentino. Su figura siempre trasciende al jugador. Por todo lo que representa. Por cómo fue el abanderado de los pobres de su país, por cómo vengó a los suyos de la derrota en la Guerra de las Malvinas contra los ingleses en el Mundial 86 o por cómo desafió a los gigantes del Norte de Italia, que siempre han considerado que África empezaba en Roma (de aquellos polvos vienen estos lodos). Sin disculparle ni querer comprenderle, porque toda persona es esclava de sus palabras y sus actos y su degeneración ha llegado a ser denigrante, en Nápoles le elevaron a la categoría de Dios y El Pelusa demostró que solo era humano. Se habla mucho de la soledad del entrenador, pero la que sintió el Diego fue la de una estrella mundial casi secuestrada, que no puede salir de casa, que vive aislado y que encima cae en las garras venenosas de unos abusones e insaciables mafiosos. Me dio mucha lástima porque era imposible no querer a un jugador a quien amaba el balón como a ninguno en la historia mientras iban sorteando juntos patadas al viento capaces de dilapidar carreras. Antes de destrozar su vida, era un héroe. De los buenos, aunque ya no sea referencia de nada más que de saber darle patadas a una pelota.

En este sentido, el de la degeneración que sufren o experimentan los futbolistas instalados en su burbuja, sitúo un texto que leí sobre la tradicional visita navideña de los clubes profesionales a niños enfermos ingresados en hospitales. Concretamente al de La Paz en Madrid, en su planta 6 de oncología: "Los futbolistas de Madrid y Atlético llegan con las cámaras y sus representantes. Les dan a los niños las bolsas sin tocarlos, sin dirigirles la palabra. Se sacan las fotos acercándose y se quitan rápido". Según dicho relato, esto no tiene desperdicio, sus agentes les comentan a sus familiares: "No habléis a mi representado, no podéis subir fotos a redes sociales porque os podemos denunciar, y se van". Y una reflexión que conmueve: "No se dan cuenta de que son mucho más peligrosos ellos para los niños que al revés, porque el cáncer no se contagia y un catarro sí". Nada que ver con los jugadores de baloncesto, que incluso les ayudan a hacer mates o el show anual que les montan los bomberos cuando van.

No quiero ser demagogo. Impresentables hay en todos los ámbitos de la vida. En el fútbol desgraciadamente su número es creciente, alentados por entornos cada vez más tóxicos, protectores y excluyentes. Pero en este sentido, me gustaron las sonrisas de las instantáneas y las referencias directas que tengo de la amabilidad y cercanía que regalaron en su visita al Hospital Donostia Barrenetxea, Willian José y Odegaard. Ay, el noruego€ ¡Qué futbolista! Como jugador se nos agotan los epítetos, pero su valía como persona le engrandece. A mí no me gustó demasiado el tirón de orejas de la Real a los medios de Madrid por pronosticar su vuelta en verano, porque entre otras cosas es algo que puede suceder y la información se la han podido filtrar de forma interesada desde el mismo trono de la Casa Blanca, pero yo sigo creyendo que el vikingo tiene muy claro que va a estar dos años aquí sencillamente porque sabe que es lo que más le conviene y, al contrario que otros, está muy bien asesorado. Su imborrable sonrisa le delata. No la pierdan de vista.

Es tan bueno que uno recuerda a todos los que han sentido estos colores y no han podido disfrutar de su fútbol porque ya no están. Cuentan que cuando el Nápoles logró su primer Scudetto, alguien, tan eufórico como melancólico, escribió en la puerta del cementerio del famoso barrio de Scampa: "Queridos abuelos, no sabéis lo que os habéis perdido". Al día siguiente apareció otra inscripción en el mismo lugar que respondía con una pregunta: "¿Quién os lo ha dicho€?". Todo es posible también con jugadores como Odegaard... ¡A por ellos! l