Por estos lares, cuando las navidades abren un marcado paréntesis en la temporada, las conversaciones futboleras, en comidas, cenas y festejos varios, se centran tanto en el pasado como en el futuro. Es tiempo de analizar todo lo sucedido desde agosto. También de mirar al horizonte, de vaticinar qué nos puede esperar de aquí a mayo. Ocurre, sin embargo, que el balón sigue rodando. Lo hace, principalmente, en las islas británicas. Y lo allí sucedido estos últimos días no es moco de pavo. El Liverpool ha sentenciado la Premier League. Va a ganarla por primera vez desde que el campeonato así se denomina. Y no han tardado en aparecer lecturas radicales, apresuradas, y ventajistas al respecto, la mayoría cargadas de bilis hacia Guardiola. En cualquier caso, si tales análisis suponen un error, también lo es asistir al cambio de escenario en Inglaterra sin detectar tras él un trasfondo de cierto calado.

En el fútbol, como en la vida, las modas las marcan los ganadores. Aquellos que tienen éxito. Sus títulos, sus victorias, sus exhibiciones, provocan un innegable efecto imitación en otros equipos, en otros clubes. Pero más importante incluso resulta el efecto antídoto que desencadenan, porque este marca en mayor medida la evolución del juego. Simplificando las cosas al máximo y obviando matices que, como en todo, claro que existen, rebobinaremos por ejemplo hasta los inicios del actual milenio. En ellos aparecen una final de Eurocopa (2000) entre las graníticas Francia e Italia, una Brasil (2002) más industrial que bailonga pero campeona al fin y al cabo (2002), una Grecia (2004) sobre la que sobra cualquier recordatorio o un Mundial 2006 protagonizado por un lateral zurdo (Fabio Grosso) de carrera discretita. La máquina del tiempo también nos trae a la memoria finales transalpinas de Champions (Milan-Juventus en 2003), al Oporto de Mourinho levantando la Orejona (2004) o aquella supremacía de los clubes del Calcio en las rondas decisivas del máximo torneo continental. El fútbol es bonito porque existen miles de maneras de ponerlo en práctica, todas respetables. Pero digamos que no hablamos de tiempos en los que el espectáculo y las propuestas ofensivas brillaran ante ideas más especulativas. De hecho pasaba lo contrario.

Hasta que se impuso el efecto antídoto. Aparecieron los centrocampistas bajitos. Apareció el juego interior. Aparecieron los triángulos y los pasillos. Aparecieron los falsos nueves. Apareció el mal llamado tiqui-taca. Aparecieron el balón y la posesión como epicentros de todo. El Barcelona dominó el panorama de clubes. España (también la Alemania de Low), el de las selecciones. Y aquí es donde empezamos a hilarlo todo con nuestra Real, de notable volantazo en verano de 2011. Teníamos fresco el excelso 3-1 culé al Manchester United, en Wembley. También la deriva futbolística que casi nos lleva de vuelta a Segunda un año después de ascender. En ese punto, el club, relativamente asentado en le élite, se propuso ya construir a largo plazo. Y lo hizo apostando por el efecto imitación, en un momento en que el juego de posición de los blaugranas y de la Roja conocían su momento más álgido. Sin embargo, los buenos resultados que conllevó el propósito txuri-urdin (tres billetes europeos en seis años y un estilo reconocible) escondieron también una cara B, entonces (en 2011) solo detectable con periscopios de altísima precisión. En los fogones del fútbol comenzaba a cocerse, muy lentamente, el antídoto contra todo aquello en lo que en Zubieta se empezaba a trabajar.

Porque Xavi, Messi y compañía, Aragonés, Del Bosque, Iniesta y compañía, plantearon al juego una compleja pregunta cuya respuesta terminó llegando a través del rigor táctico. Los repliegues dejaron de basarse en la mera acumulación de hombres para hacer de la más sofisticada pizarra su razón de ser. Y los contragolpes tras robo, esos que antaño solo requerían de piernas y de un buen lanzador, se convirtieron en ciencia. El Madrid de Cristiano, letal al espacio y más reactivo que dominador en muchas de sus versiones, pasó a monopolizar la Champions. Una áspera Portugal ganó la Eurocopa de 2016. La Francia de Deschamps, el Mundial de Rusia. Y la Real de Eusebio terminó chocando contra semejante panorama, una Real que inició el 2018 jugando un fútbol de otra época, al alcance ya de poquísimos elegidos (el Manchester City), pero contrarrestable y previsible entre los mortales. En las oficinas de Anoeta tocó mover ficha de nuevo. Y, aunque el proceso no ha resultado sencillo y ha implicado vaivenes en el camino, hoy es el día en que podemos felicitarnos de que el club supiera detectar por dónde pasaba el futuro. No imitó. Se anticipó. No se sumó a la moda. No se armó con cemento ni retrocedió 20 metros en el campo. Decidió proponer directamente aquello que apuntaba a acabar con el pragmatismo.

Sin miedo al error. Exponiéndose en la salida y en la presión. Sin temer que los partidos se rompan. Corriendo por los carriles interiores como Pedro por su casa. Con fuego en los pulmones y dinamita en las piernas. Así juega la Real. Salvando las evidentes distancias, como el Liverpool que va a desbancar al Pep Team. Como el Inter que amenaza a la Juventus. Como el Lepizig que tan respondón le está saliendo al Bayern. Como el desafiante Ajax semifinalista de la Champions. No nos referimos a estilos idénticos. Ni se parecen los unos a los otros en determinados factores. Pero sí están cortados todos por el patrón de los ritmos altos, la osadía, la verticalidad y el balón profundo antes que al pie. Hoy en día, para ver equipos similares al txuri-urdin toca tirar de parabólica, porque con el Movistar La Liga no es suficiente. Buenas noticias. Terminarán imitándonos por aquí. Nosotros tendremos ventaja, más trayecto andado. Pero procederá seguir mirado adelante e intentar anticiparse de nuevo a los acontecimientos. Porque esto es cíclico y las ideas no mueren. Solo quedan aparcadas.