ntes de que toda una suerte de noticias calamitosas empañase nuestras vidas recientes, la pandemia y sus distintas olas (2020-2021), o la guerra en Ucrania (2022), la zona del Sahel se había convertido en un foco de enorme preocupación en el marco internacional. Tras el fin del Estado Islámico y el haber desarticulado muchas redes de Al-Qaeda en Europa, la atención se fijaba en una región de difícil, por no decir imposible, control, por parte de sus gobiernos de turno, en la que prendía la mecha de corrientes yihadistas que no han dejado de causar violencia, terror y desplazados por todas partes: El Sahel. En otras palabras, la realidad yihadista no ha desaparecido, ni mucho menos, se ha limitado a desplazarse y concentrarse en ciertas regiones (aunque sigue teniendo fuerte presencia en Irak y Siria), donde se mueve a sus anchas. El Anuario del Terrorismo yihadista 2021, del Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo (OIET), recogía en su informe anual 2.139 atentados durante ese año. Su balance amargo, 9.603 víctimas mortales y cientos de miles de desplazados. La debilidad estructural de muchos de estos estados africanos, democracias de nombre, pero que sufren constantes golpes de Estado, solo acrecienta la máxima preocupación sobre el futuro de la vasta región, evaluándose hasta la posibilidad de que el yihadismo se convierta en una amenaza, de seguir así las cosas, estilo Estado Islámico. En Burkina Faso, sin ir más lejos, ha provocado ya la friolera de 25.000 muertos y más de cuatro millones de desplazados (1.199 fallecidos solo en 2021). Lo único cierto es que cuanto más se enquiste la violencia, más inestabilidad provocará y más será su grado de afección.

Así, este pasado fin de semana, por ejemplo, miembros del grupo Katiba Macina se han cobrado 132 víctimas civiles (fundamentalmente hombres), en Mali, en la zona de Bandiagara (en la frontera con Burkina Faso), en una incursión brutal contra tres aldeas como represalia por haber colaborado con el Ejército regular y mercenarios rusos. En otras dos aldeas, sin embargo, lograron rechazarlos (lo cual invita a cierto optimismo sobre los beneficios de la autodefensa). El grupo yihadista surgió en 2012, con el nombre de Frente de Liberación de Macina (liderado por Amadou Koufa), aunque más tarde ha ido cambiando hasta su denominación actual. Opera vinculado al Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM), de Iyad Ag Ghali, franquicia de Al-Qaeda. En este marco en el que la autoridad estatal brilla por su ausencia o tiene una implantación débil, la población vive a merced de estos grupos armados.

Concretamente, el JNIM viene a estar integrado en su mayoría por la etnia peul, mientras que la mayor parte de las matanzas perpetradas han tenido como objetivo la etnia dogon (mayoritaria en esta región), lo cual no solo ha provocado acusar a los peul de colaborar con los yihadistas, sino enfrentamientos entre estas etnias, por nuevos y viejos rencores, complicando más las cosas. A pesar de la presencia de la Misión de Naciones Unidas para la Estabilización de Malí (Minusma), no se ha conseguido reducir la amenaza (se ha buscado formar milicias locales para enfrentarse a los yihadistas), como tampoco ha tenido un éxito determinante la operación gala Barkhane, en la que desplegó un contingente de tropas (5.500 efectivos) y que ahora pretende reducir. De ahí que el Gobierno de Malí haya apostado por la ayuda de mercenarios rusos con la consiguiente polémica. Los mercenarios puede ser exmilitares muy preparados para la lucha antiterrorista, pero su compromiso es con la paga, no con la garantía y dignidad de la población civil (habiéndose dado en otros lugares excesos por su parte). Pueden ser eficaces en el estricto terreno militar, pero hace falta mucho más que eso para exorcizar a los yihadistas. Pues, no se trata de frenar una escalada bélica convencional, sino de disponer de los fuertes mimbres que impidan la reproducción de estos grupos y dar solución a los conflictos étnicos locales.

Los militares y los mercenarios pueden actuar como un martillo pilón, pero no atraer voluntades sin unas políticas adecuadas con miras a futuro. El Sahel (recorre desde Senegal hasta Eritrea, pasando por Mauritania, Mali, Burkina Faso, Níger, Nigeria, Chad y Sudán) es una región estratégica que configura una gran autopista natural en el que los distintos grupos terroristas operan con plena autonomía y libertad trasfronteriza. Sus acciones y su domino de ciertas áreas no solo genera innumerables víctimas mortales, sino un clima de indefensión que deriva en que las poblaciones se desplacen hacia zonas más seguras. Esa presión demográfica extra deriva en más problemas, al no haber infraestructuras para acogerlos, y son una preocupación inmensa para ACNUR y otras organizaciones asistenciales. Con el Sahel en plena agitación, son miles de hombres y mujeres los que deciden, entre otras cosas, dar su salto a Europa.

El yihadismo, además, no es un fenómeno únicamente regional, sino que se extiende como un reguero de pólvora, inspirando a muchos otros sujetos a seguir sus pasos. Las fanáticas corrientes del yihadismo han mostrado una enorme capacidad de adaptación y de mutación, surgiendo y prendiendo en lugares donde antes no existía, al aprovechar las condiciones sociales o políticas favorables que han encontrado a su paso. Ciertos éxitos puntuales (o lo que ellos consideran como tales), que no dejan de ser actos execrables, son su carta de presentación y publicidad, como ya ocurriera con el 11-S en su momento, o cuando Al-Bagdadi hiciera lo propio en 2014 al proclamar el Mosul el Califato. Hay que pensar que, en un mundo interconectado, la amenaza global yihadista sigue presente y ni mucho menos ha desaparecido. Sus mejores bazas para propagarse siempre son la miseria, la inseguridad (que ellos mismos alimentan) y un fanatismo que mal interpreta las claves de la compleja e injusta realidad. A todo ello hay que darle la vuelta y, desde luego, debe ser un compromiso de todos. l

Doctor en Historia Contemporánea