a economía y sus supuestos no sirven para representar en profundidad lo que nos ocurre, y mucho menos para diseñar y construir un futuro deseable. Ya son muchos anuncios sobre la finitud de la historia, sobre la finitud del trabajo y pronto llegará el de la finitud de la economía. Un primer embate lo proporciona la tecnología respecto al sentido del trabajo fabril que hacen de forma autónoma las máquinas en la producción de objetos. También las máquinas electrónicas se ocupan de manejar de forma autónoma datos e información, con trabajos actualmente imposibles de hacer por los humanos. Fabricar un coche son solo 40 horas de intervención de quien supervisa y completa los procesos automáticos. Registrarse en un concierto o asistir a una conferencia es un proceso desatendido por personas, y confiado a un programa informático operativo todo el día.

No vamos a hablar del futuro de los robots ni de las criptomonedas, sino de la actividad humana que de una forma u otra convivirá con ellos. Y en este sentido, lo que sí sabemos es que vivimos más años y nuestra biología ha cambiado muy poco en miles de años en comparación con los recientes medios tecnológicos que inundan el planeta. Reducción de la natalidad en Europa, automatización profunda de la fabricación, proliferación de servicios digitales, aumento de la esperanza de vida, microfamilias, enfermedades crónicas, proliferación de desechos, mayor uso del conocimiento para el empleo, empleo industrial más reducido y nuevas aspiraciones sobre la calidad de vida. Estas son algunas tendencias que no armonizan con los principios de la economía que se ocupa de ello. Según su propia definición, esta se ocupa de la administración de los recursos tangibles y escasos sobre los que compiten una serie de agentes interesados.

La condición de tangible y escaso limita mucho los marcos sobre los que opera la economía con rigor en sus leyes. Por ejemplo, en la atención a personas el valor del tiempo que se dedica, medido en horas, no significa mucho respecto a la calidad percibida por quien tiene necesidad de atención. Pasa también en los servicios de especialistas de conocimiento donde lo intangible del saber no se puede medir con el tiempo de dedicación. El conocimiento y la confianza son -entre otros- dos activos sociales muy básicos en la riqueza relacional, que no son por principio ni tangibles ni escasos. Pero nos movemos hacia una sociedad de servicios y estos se construyen sobre conocimiento y las relaciones -a poder ser empáticas, también intangibles-, nada que ver con las características de un producto fabril donde las especificaciones son siempre comprobables. Medir los servicios de atención social con los ratios de personal y los controles a posteriori sirve de poco o es un riesgo de imprecisión elevada.

¿Y qué pasa con el tiempo y las necesidades sociales? El creado estado del bienestar permite disponer de servicios de atención generalizados en cuestiones básicas de los derechos sociales y especialmente en sanidad y educación. Las dimensiones de estos servicios, alimentados desde los presupuestos públicos, no dejan de crecer estructuralmente debido al aumento de la esperanza de vida, a un mayor control de las enfermedades y a un deseable aumento de los derechos sociales. Si la moneda de cambio es el euro en la relación entre recursos disponibles y trabajo de cuidados, tarde o temprano terminaremos estrechando la calidad de los cuidados. Si aumentan las necesidades de recursos por motivos coyunturales, el caso de la pandemia, la flexibilidad del sistema no permite dar una respuesta adecuada, y así ha ocurrido con las residencias. Por otra parte, si la moneda de cambio es el euro, habilitamos una línea de negocios donde el sector privado puede buscar beneficios, como es su razón de ser, a costa de parámetros cualitativos difícilmente evaluables y controlables por las instituciones públicas.

Por último, pensemos que la tecnología, eso que tanto prolifera, es un multiplicador del tiempo. La lavadora, el horno automático, la calefacción, el coche y así una lista interminable de electrodomésticas e infodomésticos nos permiten ahorrar tiempo en cubrir necesidades o intereses de cualquier orden. Los teleservicios a través de las redes nos permiten multiplicar las gestiones, el trabajo a distancia ahorra tiempo de desplazamientos en gran medida. Resumiendo, podemos decir que la tecnología nos proporciona tiempo adicional y va a reducir aún más el tiempo necesario para hacer muchas cosas. Por lo tanto lo que crece en esta sociedad -el recurso social por excelencia- es el tiempo disponible, si no hacemos más cosas que en el momento anterior a disponer de la tecnología. El trabajo asalariado nos convierte tiempo en dinero para consumir, y el estilo de vida -contagioso- nos determina a qué dedicamos el tiempo, seguramente más escaso que nunca. La tendencia de nuestra economía es monetarizar todo tipo de relación y servicio interpersonal, creando servicios, pues si crece la demanda, la economía se sostiene sin entrar en crisis. El mayor crecimiento económico a nivel global se produce obviamente en los sectores de servicios a personas.

El gran dilema que se plantea en este momento es si somos capaces de dejar de monetizar los servicios sociales y trasladarlos en parte a una gestión colectiva del tiempo, en el que el tiempo prestado a la atención social sea un activo personal, con connotaciones en la balanza personal de derechos futuros e incluso en las contribuciones fiscales del momento presente. Lo que no cabe duda es que las dos tendencias centrales que son el envejecimiento poblacional y la incursión tecnológica sin precedentes, abren un camino a un empleo diferente del tiempo. Este es el cambio social que podríamos considerar. Hasta ahora hemos optado, acompañados y aconsejados por la economía, a monetarizar todo y a emplearlo en consumir más, y así el efecto de la tecnología en la sociedad es el incremento de los beneficios de las empresas, sobre todo tecnológicas.

Para los políticos abordar este cambio no es agradable pues supone reconducir a la población a una nueva obligación social, más allá de pagar impuestos, como es la de dedicar parte de su tiempo y su capacitación a las prestaciones sociales en campos como el voluntariado, el medio ambiente, la educación, la atención a familiares y otros colectivos. La impopularidad de tal medida es un gran obstáculo para -ni siquiera- debatirla como una opción o propuesta a aprobar en un parlamento. Conviene recordar que existe la Declaración Universal de los Deberes Humanos, que apela desde 1998 a este tema. Nadie quiere exigir, ni siquiera sugerir, a los ciudadanos más aportación social que la de los impuestos, algunos proponen bajarlos o redistribuirlos, aunque tal medida podría ayudar a iniciar una mayor educación cívica y comunitaria sin precedentes.

Evidentemente, cada vez vamos a ser más pobres económicamente si no nos transformamos -no parece- en una sociedad del conocimiento, pero somos más ricos en tiempo porque la tecnología lo habilita. Vamos a necesitar más servicios de cuidados. La riqueza y el bienestar dependen de a qué lo dediquemos, como personas y como colectivos, y en qué modelo de vida eduquemos a los que vienen. Otro tipo de intercambios no económicos y más relacionales puede abrir la vía a una transformación social innovadora desde la base del "tiempo de valor social". l

Cofundador de APTES