n medio de las grandes incógnitas que acompañan la situación económica en la era de la pandemia, se inserta la relativa a la capacidad de rentabilizar los recursos del fondo extraordinario de inversiones financiado por la UE. Los objetivos de dicha gestión tendrían que ser reforzar la base del tejido empresarial y generar empleos de calidad, dos de las carencias básicas del sistema productivo vigente.

En términos generales, hay tres etapas en el mercado de trabajo durante el último medio siglo: en los años 60 hasta la muerte del dictador, de 30-35 millones de personas trabajaban 12 millones y 3 estaban en paro, solo que no se los contabilizaba porque habían emigrado a Francia, Suiza, Alemania o Bélgica. En los años 70 y 80, de 35-40 millones de personas trabajaban 15 millones, y 3 estaban en paro, con la posibilidad de emigrar más o menos cerrada por la crisis industrial mundial; en el siglo XXI, de 40-45 millones trabajan 20 millones y 3 están en paro, y emigran sobre todo los profesionales cualificados.

España siempre ha mostrado una incapacidad estructural para generar un número de empleos acorde con las perspectivas de desarrollo general del país. Así, en los años del franquista milagro económico español, tan solo había trabajo para 6 de cada 10 personas en edad de trabajar, frente a los 8 de cada diez que encontraban empleo en el paralelo "milagro económico" del Japón democrático. La presencia permanente de una bolsa de parados en el entorno de los 3 millones, aun en las fases de rápida creación de empleo, corrobora esa limitación estructural.

Aun hoy, y pese al desarrollo del empleo público de alta cualificación en las últimas décadas, menos de un tercio de los puestos de trabajo disponibles requieren una cualificación técnica o superior, y uno de cada diez empleos no requiere ninguna cualificación especial.

Bastan estos datos para darse cuenta del grave desenfoque con el que se abordan las mal llamadas políticas activas de empleo, pues el problema no está tanto en las cualificaciones de los trabajadores, o en su capacidad individual para venderse adecuadamente en el mercado de trabajo. El problema no es de oferta, sino de demanda. Y abordar este problema no requiere tanto una intervención en el mercado de trabajo como en el mercado de productos, es decir, en la estructura empresarial.

Según la oficina estadística europea, España es el país en el que más se ha deteriorado el índice de producción industrial entre 2005 y 2020: una caída del 25%, frente a una media europea del -0,2%. Antes de la pandemia en España solo había 980 empresas industriales grandes, que frente a 1.600 en Polonia, más de 1.400 en Francia o Italia, o las 4.500 grandes empresas industriales en Alemania refleja la descapitalización industrial hispana, que parece no tener límite ni remedio: que la principal empresa productora de aceite (Deoleo) haya pasado a manos italianas; que una de las mayores empresas de ingeniería (Abengoa) esté en almoneda, que se cierren grandes astilleros en Sestao (La Naval) o plantas de aluminio en Lugo (Alcoa), no solo son acontecimientos que pasan con más pena que gloria por los medios de comunicación, sino que la actitud de don Tancredo adoptada en casi todos los casos por las administraciones carece de costes políticos, a pesar del tremendo deterioro productivo que generan estas situaciones.

Esta carencia de grandes empresas está en la raíz de la incapacidad de generar un elevado volumen de empleo. Grosso modo, una gran empresa puede generar de forma indirecta un empleo por cada empleo directo, en el otro extremo, las pequeñas empresas apenas generan un empleo indirecto por cada tres empleos directos. De modo que los 5 millones de trabajadores de las grandes empresas industriales alemanas se rodean de otros 5 millones de trabajadores en pymes que trabajan para las grandes empresas. Por el contrario, Los apenas 750 mil ocupados en las grandes empresas industriales en España solo se apoyan en otros tantos trabajadores indirectos. Y a la inversa en las pequeñas empresas: las 190.000 pequeñas empresas industriales alemanas, con 1,6 millones de ocupados, pueden contribuir al menos con otro medio millón de empleos indirectos. Pero en España, una cifra similar de empresas industriales de menos de 50 trabajadores (165.000) solo da empleo a 850.000 personas, teniendo por tanto una capacidad de generar a lo sumo 300.000 empleos indirectos.

Por tanto, más que políticas activas de empleo, lo que urge es disponer de políticas activas de fomento empresarial. El problema es que los políticos y funcionarios han olvidado como se lleva a cabo una política de fomento productivo. Que la palabra fomento se utilice para sustituir obras públicas en el ministerio correspondiente dice bastante del enfoque estrecho con el que se aborda la política de fomento, que deja el desarrollo del tejido empresarial al margen de la intervención directa de los poderes públicos.

Claro que para todas las situaciones tienen disculpas los llamados a actuar pero que hacen dejación de sus funciones: "es que el mercado es así..."; "es que Europa no nos deja...". Es inadmisible que se presenten como excusas para tapar la propia incapacidad la necesidad de respetar unas supuestas reglas de la mano invisible del mercado o de la mano visible de Bruselas, porque siempre hay capacidad de intervenir cuando se hace con voluntad política de hacerlo.

El cambio de mentalidad que se requiere es muy importante: no hace mucho parecía de sentido común renunciar a promover la existencia de campeones nacionales en las distintas ramas productivas, con el argumento de que la globalización vuelve irrelevante este tipo de actuaciones. Desconociendo que lo que se globaliza no es otra cosa que las cadenas de producción, las normas de consumo, las mercancías y los mercados organizados precisamente por los principales campeones nacionales... de otros países, sea Alemania, China, Corea o Estados Unidos.

También se requiere volver a aplicar políticas horizontales, que obliguen a elegir el o los sectores preferentes de intervención, una política abandonada en favor de las políticas horizontales de café para todos, que impide diseñar una política ad hoc para los objetivos individuales de crecimiento y extensión empresarial. El fariseísmo de las políticas europeas al respecto también deja bastante que desear: grandes defensores de la no discriminación, los propios fondos de recuperación discriminan claramente en favor de determinados sectores tecnológicos: digital, transporte, energético... Más allá de seguir la ola comunitaria, la asignatura pendiente, que no tiene fecha prevista para empezar a ser estudiada, es como se construye o reconstruye un tejido empresarial, sobre todo industrial, que permita a medio plazo contar con grandes empresas locales en sectores estratégicos, desde el biomédico al de bienes de equipo, desde el alimentario al de contenidos digitales. Profesor titular de Economía Política en EHU/UPV