e nos viene diciendo que es preciso desarrollar la resiliencia, individual y colectiva, en los proyectos individuales y en los planes y las estrategias políticas y económicas, con el fin de adaptarnos en circunstancias difíciles y salir adelante.

Este vocablo se ha conceptualizado de forma diversa, pero habitualmente remite a procesos de gobernanza: la resiliencia vendría a ser una buena gobernanza frente a situaciones de elevada complejidad, incertidumbre, disrupción y riesgos globales que se observan hoy de forma habitual.

De forma esquemática, esa buena gobernanza significaría la capacidad de un sistema, ya sea un individuo, un bosque, una ciudad o una economía, para hacer frente al cambio - a la complejidad, la incertidumbre y los riesgos - y seguir desarrollándose.

Como se observa con facilidad, esta gobernanza de la complejidad que permite la continuidad en los procesos adaptativos está estrechamente relacionada con la idea de sostenibilidad (genéricamente entendida como los impulsos de los sistemas auto-organizados hacia la preservación) y, también, con la noción de riesgo, como veremos más adelante.

El lenguaje de la resiliencia empezó a aparecer desde principios de siglo en un aluvión de conferencias académicas y centros de estudio organizados por universidades y organismos multilaterales. Definió, por ejemplo, la iniciativa global de la Fundación Rockefeller 100 Ciudades Resilientes.

También llegó a definir nuevos programas patrocinados por corporaciones tecnológicas, incluido el diseño y gestión conjuntos entre IBM y Aecom (el gigante de la construcción) de un dashboard de resiliencia ante desastres. La resiliencia también empezó a figurar de forma prominente en los planes del Departamento de Estado de los EEUU. como un fundamento temático para la ayuda internacional.

Esto último se desarrolló en torno al entendimiento de que las vulnerabilidades medioambientales, definidas de manera amplia, están indisolublemente ligadas a problemas de pobreza, conflicto y violencia. Con el beneficio de la retrospectiva, ahora también podemos agregar el cambio climático a la lista de factores que conducen a la migración y la guerra.

La noción de resiliencia se ha promovido como base para un repertorio nuevo y en expansión de herramientas, desde tecnologías novedosas hasta productos reconfigurados de construcción y cartografía, que nos guiarían supuestamente hacia un futuro global seguro.

Pero centrarse en la resiliencia a menudo significa evitar las difíciles cuestiones del poder, la desigualdad y las formas en que los recursos limitados obligan a las personas a valerse por sí mismas.

Se conciba en términos de "volver a la normalidad" después de un desastre, o como un medio para restablecer el equilibrio del sistema después de un shock, abrazar la resiliencia puede traducirse en tener fe en que, con suficiente atención y esfuerzo de adaptación, el futuro puede ser mejor.

Sin embargo, a la vista del desarrollo de los acontecimientos mundiales

y la evidencia disponible, no es descabellado sugerir que quizá esa fe en un futuro mejor deba contextualizarse o matizarse de alguna manera, al menos en Occidente.

De hecho, es posible entrever que la noción de "resiliencia" puede ser engañosa y desviarse fácilmente hacia lo ideológico, bien porque el concepto puede ofrecer una excusa para dejar que los ciudadanos se las arreglen solos mientras gobiernos y mercados se ayudan mutuamente, o bien porque la resiliencia remite a un deseo de vuelta a una normalidad que ha sido y es causante de los problemas planetarios con los que nos enfrentamos.

Además, primar la resiliencia como foco del análisis equivale a dejar de lado la importancia central de la noción de riesgo para comprender cabalmente las sociedades actuales. No es que el riesgo sea un componente principal de la evolución socioeconómica; es que el riesgo es el elemento esencial y fundacional de los procesos adaptativos humanos y no humanos y, por tanto, también de las sociedades complejas. Ilya Prigogine lo explicó persuasivamente hace ya algún tiempo y sus lecciones no deberían quedar en el olvido.

Esto significa que, en la medida en que las ecologías urbanas, sociales, económicas y ambientales estén interconectadas, tanto a nivel local como a través de territorios que unen a las ciudades con las regiones, megarregiones y otras unidades (económicas y de gobernanza), cualquier estrategia de resiliencia debe basarse en una apreciación de todo el ecosistema urbano y sus propiedades como un sistema integrado en una ecología más amplia. Y esa apreciación ha de partir de la consideración de los riesgos sistémicos que determinan los procesos adaptativos de los ecosistemas.

Parecería obvio que si tratamos de adaptarnos para reducir vulnerabilidades lo fundamental sea comprender cuidadosamente cuáles son esas vulnerabilidades, su estructura y dinámica, en la medida en que el sistema nos permita disponer de la evidencia para ese análisis.

Ello nos llevaría a examinar las interrelaciones y mecanismos compensatorios entre formas y patrones de riesgo y resiliencia: no solo entre diferentes residentes o ubicaciones en la misma ciudad, sino también en términos de ganancias inmediatas versus a largo plazo en la habitabilidad, de modo que las estrategias adaptativas en algunos dominios (por ejemplo, el medio ambiente) pueden, en realidad, reforzar los problemas estructurales que crean riesgos en otros dominios (por ejemplo, la desigualdad).

De lo que se trata es de tener en cuenta las interdependencias entre elementos del sistema y desagregar las estrategias de adaptación para poder comprender cuándo las respuestas adaptativas a las vulnerabilidades o crisis establecerán un camino hacia un futuro mejor. Dicho de otra manera, ¿en qué condiciones específicas las adaptaciones, ya sean realizadas voluntariamente por los ciudadanos, impuestas por las autoridades gubernamentales o elaboradas por planificadores y diseñadores, disminuirán en lugar de aumentar la vulnerabilidad?

La noción de riesgo, por tanto, permea las estrategias de resiliencia de una manera fundamental e inevitable, puesto que es imprescindible para diseñar cualquier acción constructiva que mitigue o minimice las vulnerabilidades adaptativas en lugar de exacerbarlas. En este paradigma no hay ya rastro del universo newtoniano de orden y determinismo del proyecto modernista occidental.

Es importante reconocer que la noción de riesgo puede apropiarse ideológicamente, tal como ha sucedido con la resiliencia. La cruda verdad es que el riesgo no reside solo en el dominio de la ciencia y lo fáctico. El riesgo como fenómeno o preocupación legible está informado por cuestiones de poder y sociales, incluido quién tiene el derecho o la autoridad para definir el riesgo, cómo se distribuye el riesgo y quién paga y quién se beneficia de él.

Es por ello importante evitar la tiranía del riesgo como principio definitorio de actuación, y entender que se puede abusar de los discursos del riesgo para justificar la opresión, los controles a la ciudadanía, la apropiación del derecho al territorio y otras formas de exclusión que desafían los principios de equidad y justicia que deben guiar el comportamiento cívico y profesional, tanto individual como colectivo.

No es imprescindible que sea la institución universitaria quien lidere o monopolice los esfuerzos de investigación, en este tema o en otros. Sí es deseable - y urgente- que se vaya produciendo una disolución paulatina de las disciplinas tradicionales y de los silos académicos. Las universidades llevan mucho tiempo tratando de seguir, infructuosamente, el ritmo de los enormes cambios en lo que Ulrich Beck llamó la sociedad global del riesgo.

Por fortuna, no son las únicas instituciones capaces de generar conocimiento riguroso y accionable en el siglo XXI. El ideal transdisciplinario está avanzando lentamente y de forma transversal en todo el mundo con la colaboración de muchas mentes flexibles, convencidas de que la Universidad tradicional debe dejar paso a nuevas formulaciones institucionales. Esta actitud dinámica e innovadora es adecuada para renovar la caja de herramientas de los generadores contemporáneos de conocimiento. US Fulbright Professional Ambassador, Massachusetts Institute of Technology, London School of Economics