scribir sobre la madurez de una sociedad no es cosa fácil. Llevé el tema a nuestra primera reunión, después de la pandemia de los Xagu, aunque hemos suspendido la de este diciembre. Los Xagu somos un grupo de amigos que nos reunimos desde hace 22 años, un viernes de cada mes, para debatir una cuestión. Me ayudaron mucho los miembros de Xagu. Tras lectura de algunos textos y la reflexión consiguiente, en estas apretadas líneas traslado algunas conclusiones a las que he llegado.

Una sociedad es mucho más frágil de lo que imaginamos. Y ello, a pesar del poder que tiene sobre sus miembros, como ya nos señalara Durkheim hace 109 años, cuando la sociedad deviene un dios coercitivo, lo que se comprueba en la actualidad con lo políticamente correcto, con el imperio de lo digital y la supremacía de la seguridad sobre la libertad.

Muchos autores sostienen que uno de los primeros males que sufren estas frágiles democracias es la globalización, que reduce el poder de los estados nacionales y, más aún, el de los pueblos sin estado, pero con alguna capacidad decisoria, como es el caso en España de Catalunya y de Euskadi.

Por otra parte, con la aparición de Internet, el vínculo social se desmorona a medida que las comunidades virtuales, basadas en semejanzas exclusivas, mediante algoritmos según los caprichos, ideales o fobias de los ciudadanos que las componen, reemplazan a las comunidades geográficas, muy pluralistas en nuestros días, que hacían vivir la diversidad.

A esto se suma una crisis de confianza en las instituciones: en lugar de cooperar, las diferentes fuentes de poder chocan: la legitimidad del gobierno (instituciones políticas), la legitimidad de la justicia (los jueces) la legitimidad del conocimiento (instituciones científicas) y la legitimidad demoscópica (la voz del pueblo y la sociedad civil) están en una relación de desconfianza y no de confianza mutua. Hay mil ejemplos en este orden de cosas. Basta con uno: el choque entre las instituciones políticas y los magistrados quienes, según qué magistrados, se oponen o aceptan las medidas que, a tenor de los Comités formados por las instancias científicas, adoptan los poderes políticos para afrontar la pandemia.

Tras lectura y conversaciones concluí que la madurez de la sociedad, como un todo, será muy difícil de evaluar y, más todavía, de emitir un diagnóstico sencillo. Avanzamos, aquí, algunas reflexiones, con ánimo prospectivo sobre el futuro próximo de nuestra sociedad.

No solamente el Proyecto Unión Europea pena enormemente para construirse, primando aquí y allá la identidad estatal sobre la identidad europea, sino que unidades territoriales más pequeñas, sean estatales, sean nacionales, sean regionales, sean locales, tienen gran dificultad a proyectarse en un destino común, salvo que muchos de sus ciudadanos entiendan que otras unidades territoriales les impidan ser lo que desean ser, o que se enfrenten a un enemigo común, como es el caso de la pandemia. Y aun en estos supuestos, las divergencias pueden ser muy importantes. Por ejemplo, ante la demanda de ciertas naciones en constituirse en estados o, ante la emergencia de un nada despreciable número de personas que, en plena pandemia, rechazan vacunarse.

La sociedad no es, simplemente, madura o inmadura. Hay niveles de madurez y de inmadurez y que, además, no se dan de forma uniforme en el todo social. Aquí también se imponen tipologías en razón de los comportamientos, actitudes y valores de los diferentes componentes de la sociedad. Más aún, la pandemia en su carácter de novedosa, inesperada, agresiva, y planetaria, con resultado de tantas muertes y tantas dificultades para controlar el virus, exige de nosotros un ejercicio de humildad. En primer lugar, en reconocer que, pese a los avances científicos y tecnológicos de nuestra era, seguimos estando a la merced de un incidente, de una zoonosis, fruto de una infección en los humanos de un virus animal con enorme potencial de transmisión en los homínidos.

Por otra parte, las tecnologías son ambivalentes, liberan y alienan. Por ejemplo, el auge del teletrabajo como consecuencia de la pandemia es ambivalente: te permite trabajar mientras te quedas en casa con tu familia, y al mismo tiempo te aísla eliminando la convivencia con los compañeros de trabajo.

La globalización crea interdependencias sin crear solidaridades abiertas al diferente. La globalización ha sido un fenómeno de occidentalización puramente tecnofinanciero, impulsado por la maximización de los beneficios crematísticos, afirma en una entrevista con motivo de sus 100 años de edad el gran sociólogo y pensador Edgar Morin. Así la pandemia, en lugar de crear un vasto movimiento de solidaridad planetaria, ha llevado por el contrario a los Estados a cerrarse sobre sí mismos. Una era regresiva global está operando durante varias décadas, prácticamente desde la caída del Muro, generando una crisis de las democracias en todas partes, con la hegemonía de los poderes financieros, con estallidos de fanatismo nacionalista o religioso y guerras locales con intervenciones internacionales. Todo esto continúa en nuestros días, aunque lo peor no es seguro, porque el futuro es incierto. El futuro es una gran incógnita.

Debemos superar, de una vez, la confrontación entre lo público (sobrevalorado) y lo privado (sospechoso, de entrada), entre la economía planificada y la economía del mercado. Y, desafiar el dogma del crecimiento infinito, que produce y agrava el desastre ecológico, requiere una reflexión en profundidad que determine qué debe crecer y qué debe disminuir.

Una sociedad madura es la que da la respuesta adecuada a los retos que se le plantean. Las sociedades que viven en dictaduras del signo que sean, exigen otros parámetros de análisis.

Visto el tema desde los miembros de esa sociedad, la madurez ciudadana representa la calidad del respeto de las personas hacia sus semejantes, que es lo que facilita y valora la convivencia. Facilitar la vida a los demás, solamente se logra si cada persona progresa en percibir qué agrada, qué molesta y qué facilita la convivencia. Evidentemente esto no se logra de la noche a la mañana y exige un esfuerzo ético y educativo para superar el individualismo reinante en la sociedad de nuestros días.

En fin, sostengo que una sociedad madura es una sociedad con historicidad, esto es, capaz de hacerse a sí misma, una sociedad capaz de dilucidar por sí misma lo que es mejor y lo que es peor y en todo caso de ser capaz de establecer relaciones de diálogo, de debate y de discusión sin necesidad de enviar a otras instancias la resolución de problemas que son propios de la sociedad. Una sociedad no madura es la que, ante los problemas sociales, políticos, los de convivencia, etcétera, busca un árbitro para que resuelva lo que sus miembros, los ciudadanos no son capaces de resolver. Las excesivas apelaciones actuales al sistema judicial para resolver contenciosos educativos, sanitarios, sociales o políticos que vivimos en nuestra sociedad son, desgraciadamente, ejemplos de que estamos muy lejos de ser una sociedad plenamente madura. Catedrático Emérito de Sociología de la Universidad de Deusto? e investigador social