ace unas semanas el papa Francisco dirigió a los movimientos populares un hermoso mensaje en el que incluía un conjunto de peticiones para “ajustar nuestros modelos socioeconómicos para que tengan rostro humano”. Esta expresión del rostro humano fue promovida a finales de los años 80 por los países nórdicos y Japón y financiada a través de la Unicef y del programa de las Naciones Unidas para el desarrollo (PNUD) a fin de promover una alternativa a los dramáticos efectos sociales que estaban teniendo los programas de ajuste impulsados por el Fondo Monetario internacional y el Banco Mundial en los países en desarrollo de África, Asia y América Latina.

En su mensaje el papa pedía a las grandes farmacéuticas que liberaran las patentes; a los grupos financieros que condonaran las deudas de los países pobres; a las grandes corporaciones extractivas que dejen de destruir bosques humedales y montañas y dejen de contaminar ríos y mares y dejen de intoxicar pueblos y alimentos; a las grandes corporaciones alimentarias que dejen de imponer estructuras monopólicas de producción y distribución que inflan los precios; a los fabricantes y traficantes de armas que cesen totalmente su actividad; a los gigantes de la tecnología que dejen de obtener ganancias a costa de aumentar los discursos de odio el grooming (acoso y abuso sexual online), las fake news, las teorías conspirativas y la manipulación política; a los gigantes de las telecomunicaciones que liberen el acceso a los contenidos educativos y el intercambio con los maestros por Internet, para que los niños pobres también puedan educarse en contextos de cuarentena; a los medios de comunicación que terminen con la lógica de la posverdad, la desinformación, la difamación, la calumnia y “esa fascinación enfermiza por el escándalo y lo sucio”, a los países poderosos que cesen las agresiones, bloqueos, sanciones unilaterales contra cualquier país en cualquier lugar de la tierra; a los políticos que representen a sus pueblos y trabajen por el bien común y a los líderes religiosos que nunca usen el nombre de Dios para fomentar guerras ni golpes de Estado.

“Así soy de pedigüeño” dice en su mensaje, reconociendo que pese a ser difícilmente alcanzables, al mismo tiempo, esas peticiones “tienen la capacidad de ponernos en movimiento, de ponernos en camino y permiten evitar caer en una resignación dura y perdedora.”

El papa Francisco plantea en su mensaje dos propuestas concretas, que se insertan en lo que se puede leer en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia que mandó redactar el muy conservador papa Juan Pablo II, propuestas basadas en “concebir la solidaridad no como una virtud moral sino como un principio social”: un salario universal y la reducción de la jornada de trabajo.

Respecto a lo primero, es tarea de los gobiernos -dice- “establecer esquemas fiscales y redistributivos para que la riqueza de una parte sea compartida con equidad sin que esto suponga un peso insoportable principalmente para la clase media, pues generalmente cuando hay estos conflictos es la que más sufre. No olvidemos que las grandes fortunas de hoy son fruto del trabajo la investigación científica y la innovación técnica de miles de hombres y mujeres a lo largo de generaciones.” En cuanto a la reducción de la jornada, trabajar menos para que más gente tenga acceso al trabajo, es para el papa “un aspecto qué hay que estudiar con cierta urgencia”.

Curiosamente, para ciertos sectores, este mensaje ha sido motivo de escándalo mayor que los crímenes de pederastia en la Iglesia. Así el director de un diario madrileño tilda al papa Francisco por estas declaraciones de populista demagogo y peronista, afirmando que “solo les gusta a los ateos”. La virulenta reacción de los sectores ultramontanos parece llevarles a renunciar a la romanidad que se les supone a todos los fieles de la Iglesia católica, y a proclamar que ellos son católicos apostólicos, pero no romanos sino españoles, que no comulgan con el obispo de Roma, vaya.

Estas reacciones permiten calibrar la profunda raíz reaccionaria que sustenta a muchos sectores de poder en la sociedad española. Calificar las propuestas de establecer un salario universal y una reducción de la jornada de trabajo como populistas y demagógicas ilustra la profunda vinculación de nuestros ultramontanos de hoy con la carcundia que se expresaba con los mismos términos en el siglo XIX. Basta leer las trapisondas que cuentan Valle-Inclán o Pérez Galdós para reconocer en los hoy calificados de populistas a los ayer tildados de demagogos.

Un poco más extraño es que se califique al papa de peronista, sabiendo que en su época de obispo argentino el papa Francisco no se llevaba especialmente bien con el peronismo, incluso quedó para la historia la foto de la “reconciliación” con Cristina Fernández. Y más equívoco aun si tenemos en cuenta qué tan peronista era el burgués Juan Domingo como la proletaria Evita; tan peronista era el ultraliberal Menem como el socialdemócrata Kirchner. De hecho, a tenor de las palabras del papa, de lo que tendrían que haberle calificado es de budista o de luterano, dado que su pensamiento se basa en las propuestas políticas que los países nórdicos europeos o Japón impulsaron décadas atrás, para enfrentar precisamente el neoliberalismo que tantos pobres iban fabricando allí por donde pasaba.

Si se analizan con un mínimo de rigor científico las propuestas del papa, habría que decir que un salario universal no tiene sentido, porque el salario es la contraprestación en dinero o en especie que se otorga a quienes hacen un trabajo productivo para que puedan adquirir parte de aquello que han producido. En todo caso se podría reclamar una renta universal de supervivencia, cosa técnicamente posible pues solamente con una fracción del gasto en armamento se puede generar un ingreso suficiente para los 800 millones de personas en riesgo de fallecimiento por desnutrición. De hecho, de los dos billones de dólares gastados en armamento en 2020, bastaría dedicar un 6% a ayudas directas, y otro 8% a inversiones, para acabar con el hambre extrema en una quincena de años. Y todavía se podrían seguir despilfarrando más de 1,7 billones de dólares anuales en tanques y bombas y otras cosas de matar.

Por su parte la reducción de la jornada de trabajo no es ninguna ocurrencia, sino algo desde lo que se viene hablando desde hace décadas. El surgimiento del capitalismo a finales del siglo XVIII se acompañó de un aumento espectacular de la jornada laboral, que llegaban a ser de 15 y 16 horas diarias en algunas industrias fabriles de Francia y de Inglaterra. El mismo papa Francisco señala como en el siglo XIX la jornada de trabajo se redujo de más de doce horas (tiempo máximo establecido en la legislación inglesa de 1833) a diez horas en 1848 y a ocho horas tras la Primera Guerra Mundial. Es decir, una reducción general de un 33% en la jornada diaria, que fue posible entre otras cosas porque la productividad por habitante creció en un siglo aproximadamente un 250%. Pero en el siglo que va desde la Gran Depresión de los años 20 del siglo XX a la Gran Recesión de los años diez del siglo XXI, la productividad per capita en los países industrializados ha crecido más de un 500% y sin embargo la jornada de trabajo no se ha reducido apenas, salvo algunos episodios aislados como en la jornada de las 35 horas en Francia, la cual se ha quedado ya obsoleta: la británica New Economics Foundation ha recomendado pasar a una semana laboral estándar de 21 horas para hacer frente a los problemas del desempleo, las altas emisiones de carbono, el bajo bienestar, las desigualdades arraigadas, el exceso de trabajo, el cuidado de la familia y la falta general de tiempo libre.

La reducción de la jornada de trabajo no es una posibilidad; es una necesidad ineludible para reducir la precariedad del mercado de trabajo y para permitir, como proponen muchos, ampliar la edad de jubilación. Trabajar menos horas para trabajar más años y para que trabajen más personas, es sin duda uno de los temas clave de la transformación de las estructuras económicas para las próximas décadas. Si no se aborda, difícilmente se va a salir del marasmo en el que nos ha introducido el neoliberalismo desde que estalló hace tres lustros. Profesor de Economía