elebradas recientemente las elecciones presidenciales en una Siria devastada, de nuevo Bachar el Asad ha sido elegido, con la aprobación del 95% de los votos, y con la participación el 78,6% de los sirios, como su máximo dirigente. Claro que, tras tales rotundas cifras, se da la circunstancia de una áspera y amarga realidad: un lustro de guerra civil incesante, una sociedad devastada por un conflicto tan desgarrador como homicida y la continuidad de un régimen que ha sido el responsable de todos los males que han sucedido.

En la esfera internacional, salvo los aliados naturales de Damasco, Rusia e Irán, nadie reconoce la limpieza de los comicios. De hecho, no hubo ni la presencia de observadores internacionales, ni candidatos opositores durante el proceso electoral. La mayor parte de los críticos con su dictadura se halla en el exilio o huidos, otros muertos e inequívocamente no pocos encarcelados. Porque a pesar de la presunta victoria, el régimen no ha bajado ni un ápice sus pretensiones represivas.

Así que, el pasado 17 de julio, en una ceremonia al aire libre que parecía reflejar una normalidad que no existe en la mayor parte del país, El Asad juraba su cargo ante lo más granado de su corte. Horas previas a la ceremonia expresaría convencido: "La población siria demostró con su conciencia y patriotismo que los pueblos no pierden la determinación de defender sus derechos, sean cuales sean los planes de los colonizadores que pretendían propagar el caos que quema la patria. Pero gracias a la unidad nacional del pueblo, fracasaron esos planes y proyectos". ¿Qué población? ¿Qué colonizadores? ¿Qué planes? Así mismo, en su toma del cargo reveló que su principal misión será "liberar lo que queda de tierra y afrontar las repercusiones económicas y de subsistencia de la guerra"... ¿Cuál guerra?, respondiendo a las cuestiones señaladas.

Es curioso destacar que, por fin, El Asad reconoce que ha habido una guerra en Siria. Hasta la fecha, valoraba el enfrentamiento como una lucha contra el terrorismo, auspiciado por terceros países. Un terrorismo que ha sacudido de tal forma el país que ha causado cientos de miles de muertos y desaparecidos, y millones de desplazados. Pero el uso del término guerra es un cambio, no suficiente, por supuesto, para reconocer la tragedia. Por fin, admite que la contienda fue mucho más que unos cuantos disparos y unos grupos de insurgentes. Hubo ciudades situadas y arrasadas, como Alepo, hubo miles de torturados, víctimas de la brutalidad de los servicios de seguridad sirios, y millones de ciudadanos corrientes que malviven en campamentos de refugiados en Turquía, Líbano, Jordania e Irak. ¿Nada dice de ellos?

El Asad no se compromete a la reconciliación, sino a seguir hasta el final, recuperar la provincia rebelde de Idlib, y los territorios que están bajo control turco. Además de proseguir con su turbia dialéctica, El Asad no está dispuesto a aceptar las claves de la rebelión. La guerra considera que ha sido provocada por agentes externos que han comido el coco a sus ciudadanos para autodestruirse. Así que cuando un régimen es incapaz de llevar a cabo una autocrítica de lo ocurrido, cuando urde conspiraciones imaginarias a través de un alambicado lenguaje para explicar unos hechos reales y concretos, entonces... ya no es una democracia, sino una infame tiranía.

Pese a todo, El Asad tiene ante sí un desafío ingente como es reconstruir un país gravemente herido. Su gestión será clave, ya ha habido revueltas del hambre en las zonas leales. Los datos que ofrece la ONU sobre el panorama social es espantoso, el 80% de la población siria vive bajo el umbral de la pobreza, a pesar de que, como se señalaba, muchos sirios se encuentran fuera del país. El valor de la moneda se ha desplomado y eso supone unos índices de inflación del 300%, falta de todo y los alimentos son caros.

La contienda ha sido gravosa no solo a nivel humano, sino económico. Han sido diez años de violencia y desgarro, de gasto desmesurado en armamento. Además, Siria es un país roto. Recordemos que en 2011, cuando se inició todo el proceso de las primaveras árabes no solo estuvo ligado a acabar con las dictaduras, como la tunecina, libanesa o egipcia, sino que, concretamente, en Siria, venía de la mano de una crisis económica interna. Las dictaduras, por nobles propósitos que alberguen, siempre acaban siendo pasto de la corrupción, el nepotismo y la arbitrariedad, lo cual deriva en que durante ciertos ciclos puedan darse condiciones favorables, pero, mayormente, en su propia inercia y deriva, acaban deteriorándose de tal forma que la injusticia social, las desigualdades y la represión prevalecen. Siria no es la excepción.

Ahora, el desafío es aún mayor. El Asad acabó con la disidencia pacífica a sangre y fuego, provocando un conflicto desgarrador. Y aunque arropado por los suyos, El Asad no puede ni quiere ver el daño que ha provocado, es el presidente de una Siria rota, acusado de crímenes de guerra y cuyo incierto futuro, tan amargo como traumático, ha marcado a fuego a toda una generación de niños y niñas afectados por la violencia. Por todo ello, no es la persona que mejor encauzará el camino de la paz ni del perdón. Pues para El Asad no hay perdón.

Con un poco de suerte, los sirios, con mucho pundonor y sacrificio, podrán encontrar un marco para recuperar su normalidad perdida. Pero no habrá posibilidad de llorar a los miles de fallecidos. Nadie sabe lo que sucederá con los refugiados, si podrán volver, ni cuándo ni en calidad de qué, ni si el régimen será capaz de recomponer los mimbres de la convivencia. Todo apunta a que no.

En España, ya lo vivimos con nuestra guerra civil hace 85 años, aunque los motivos fueron otros, y quien venció impuso su credo. Hubo que esperar hasta que, por fin, la dictadura acabara, y mucho tiempo de espera para reconocer a las víctimas. Y en Siria, me temo, será muy parecido. Porque las víctimas encarnan la dignidad y la justicia, y sin su explícito reconocimiento no habrá reparación, no habrá libertad ni tampoco democracia plena.

* Doctor en Historia Contemporánea