unque ningún proceso exterminador se puede comparar con la shoah, el intento de liquidar a toda la población judía europea por parte del nazismo, durante la Segunda Guerra Mundial, hay que considerar que se dieron otros menos conocidos que, en su singularidad, demuestran la enorme capacidad inherente de los seres humanos por infligir daños a otros por culpa de idearios racistas o prejuicios sociales. Frente al genocidio judío, referente mundial, se han dado otros que todavía no han sido asumidos por sus perpetradores, como el del pueblo armenio por Turquía, que sigue sin admitirlo, y que acabó con la vida de más de un millón de armenios en la Gran Guerra. Pero, sin duda, otros lesivos y sangrantes para la vieja Europa son los acaecidos durante la etapa colonial en África que, mayormente, ningún país ha querido confrontar. Aparte del esclavismo, una de las mayores y más terribles lacras, lo sucedido en el Congo belga o Namibia, que ahora es noticia, fueron muchos otros los capítulos indignos a destacar en el Libro negro del colonialismo.

La reciente reedición de la obra de Adam Hochschild, El fantasma del rey Leopoldo, por ejemplo, un clásico de la historiografía, debería interpelarnos a conocer y comprender los abusos y excesos que se perpetraron en el continente africano a lo largo de los siglos en nombre de la civilización. Una herencia que, desde luego, se ha convertido en un tremendo lastre que no podemos ignorar y que debería hacer a Europa responsable de lo que está sucediendo allí en la actualidad.

En lo tocante al periodo colonial aludido, Alemania ha dado otro pasito en la buena dirección, pero tan discreto, que no parece suficiente. Antes de la Primera Guerra Mundial, la Alemania imperial, como el resto de estados europeos, Francia y Gran Bretaña, principalmente, junto a Bélgica, Portugal, España e Italia, se repartieron el continente. Cada cual cogió su trocito del pastel para convertirlo en un territorio con dominio, control y explotación a voluntad.

Los excesos que se cometieron contra la población local fueron execrables y terribles, como el que hizo Bélgica, pero también Alemania contra dos minorías étnicas, los hereros y los namas, quienes perdieron en aquellas temibles políticas el 80% y el 50%, respectivamente, de su población originaria. Más de un siglo después, el proceso de reconocimiento de lo sucedido en la antigua colonia comenzó a fraguarse en 2015. Ha sido una negociación larga y compleja que ha llegado a buen puerto. Alemania acaba de reconocer oficialmente el genocidio de ambos pueblos; pedirá perdón por lo sucedido y, en compensación, aportará 1.100 millones de euros para impulsar, durante 30 años, proyectos de desarrollo.

Ningún otro país europeo lo ha hecho y es una decisión que le honra. Pero, tal vez, peca de insuficiente. No se trata solo de acallar la conciencia, sino de velar por un compromiso que sea una garantía de los derechos humanos y, sobre todo, que le brinde a ese trocito de África una plataforma que favorezca un progreso social en la buena dirección. Namibia formó parte del imperio alemán, desde 1884 hasta 1915 (que pasó bajo el dominio de Sudáfrica hasta su independencia en 1990), denominada África del Sudoeste alemana (DSWA).

Entre 1904 y 1908 los dos grupos étnicos se rebelaron contra las actitudes déspotas y depredadoras de sus colonizadores. Y, ahí, al general Lothar von Trotha no le tembló el pulso a la hora de adoptar medidas coercitivas brutales para acallar a los rebeldes: acabar con la vida de todos los integrantes de la etnia herero que cayeran en sus manos y envenenar sus pozos, lo que supuso la muerte de 60.000 de sus integrantes. Cuando los namas decidieron seguir el mismo camino de sus vecinos, los alemanes emplearon la misma política exterminadora, acabaron con otras 10.000 personas. La persecución fue implacable hasta sofocar por completo la rebelión.

Los que sobrevivieron fueron encerrados en campos de concentración trabajando hasta la extenuación. Y como macabro detalle, se enviaron a varias universidades y museos germanos cráneos de 300 individuos para su estudio. A partir de 2011, se ha ido procediendo a devolver parte de este funesto osario. Sin embargo, aunque la decisión ha sido correcta, lo cierto es que hay algunas sombras al respecto de la conducción de este reconocimiento, porque los grupos afectados, que no han estado presentes en el acuerdo, exigieron compensaciones directas a las familias y esta demanda ha sido desoída. Berlín se ha negado a admitir que la cuantía aportada son reparaciones por crímenes de guerra para evitar así la posibilidad de que se den cientos de demandas. Los herederos y namas ya interpusieron una demanda en un tribunal de Nueva York, con el fin de exigir reparaciones individuales pero, finalmente, en 2019, se cerró esta vía judicial al de negárseles. Aunque las autoridades germanas han remarcado que los fondos estarán destinados al beneficio principal de estas comunidades, la decisión de ayudas generales no ha sido bien recibida. Es un error no haberlo hecho. Pero, así mismo, es tiempo de una reflexión más general en lo tocante a la garantía y memoria de los derechos humanos, tan susceptibles de ser violados. Los exterminios, o el maltrato de pueblos enteros que han sido objeto de odio o de escarnio en la historia, no solo corresponden a los alemanes, aunque sean responsables de dos genocidios, sino a las sociedades occidentales, en general, que se presentan como herederas de la Ilustración, del liberalismo o de los valores cristianos, pero que han actuado de forma canalla. La pretendida superioridad moral o racial, dependiendo del caso, solo ha traído, en consecuencia, el menosprecio por la vida. Y estas situaciones no son batallas del pasado, sino que lo siguen siendo del presente. Para asumir el futuro como Humanidad, como ha hecho Alemania, hay que saber aceptar y reconocer las culpas que cada país tiene con el pasado con vergüenza y valentía, pero también incidir en que ese proceso no acaba ahí y se enfrenta siempre a nuevos desafíos.

* Doctor en Historia Contemporánea