ras la decisión de despedir a algo menos de 10.000 empleados, los miembros del consejo de administración de una gran entidad bancaria española deciden aumentar su remuneración, y en particular triplicar el sueldo de los consejeros recién llegados de otra entidad que se acaban de comer a precio de saldo, gracias al dinero público puesto en el saneamiento de la misma. Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol.

Sin embargo, el hecho de que el representante de uno de los propietarios de la entidad fusionada se opusiera al aumento de sueldo ha dado lugar a algunos pintorescos comentarios que no dejan de ser llamativos. Así, algunos medios han hablado de “injerencia política” para referirse al voto en contra de los accionistas del Estado, dado que el propietario de las acciones en cuestión es el FROB, el hospital bancario pagado con dinero público para el rescate de las entidades bancarias quebradas.

El principal beneficiario por el aumento de sueldo, que pasa a multiplicar por cuatro sus emolumentos hasta casi los dos millones de euros anuales, haciendo gala de una escasa capacidad para la innovación discursiva se ha apresurado a comentar lo habitual: que las retribuciones son las que propias del sector, que incluso son inferiores a las máximas y que están bajo control.

Todo esto es muy representativo de la práctica consuetudinaria en las grandes corporaciones. En 2019 las 35 empresas del Ibex dedicaron 325 millones de euros a remunerar a sus 447 miembros de los respectivos consejos, una media de casi 750.000 euros cada uno. Claro que las diferencias son muy significativas: las empresas cuyos consejos de administración están compuestos por los propietarios del capital tienden a tener unas remuneraciones más bajas; las empresas que viven de la cosa pública, bien porque son empresas públicas privatizadas o porque su negocio depende directamente de las actuaciones públicas, tienen las remuneraciones más altas. Así, empresas como Siemens-Gamesa, Acerinox o Viscofan no llegan al cuarto de millón de media por consejero, mientras que en las eléctricas, grandes bancos o Repsol, por ejemplo, superan largamente el millón de euros de media.

Una de las empresas privadas españolas más importante por el volumen de empleo y de negocio, Inditex, remunera con algo más de seis millones al año a su primer ejecutivo; Cie Automotive, casi cuatro; otras grandes empresas industriales del Ibex 35, entre uno y dos millones. Pero las constructoras (8,5 millones), bancos (4,5 millones) y energéticas (nueve millones) destacan por las altas remuneraciones de sus primeros ejecutivos; a fin de cuentas, los presidentes de las constructoras tienden a coincidir con los principales propietarios; pero los más de 19 millones de remuneración que se lleva Antonio Brufau de Repsol, los quince millones del mandamás de la italiana Endesa o los más de diez del presidente de Iberdrola, ¿no son salarios políticos de cargos políticos? A fin de cuentas, el presidente de Repsol está imputado por presuntamente conspirar contra el que actualmente es el mayor accionista de la empresa, una empresa que en tiempos perteneció al Instituto Nacional de Hidrocarburos y, que se sepa, no fue adquirida por el actual presidente, que tiene una participación muy pequeña en el capital; el presidente de Endesa, una empresa saqueada por sus actuales propietarios, ha sido colocado en su puesto por el gobierno italiano. Iberdrola tiene como principales accionistas al estado de Catar, al banco central de Noruega o a Kutxabank, una entidad bancaria controlada por las instituciones vascas.

En el caso que nos ocupa, tras la fusión con Bankia, los propietarios de Caixabank representados en el consejo han pasado del 50% al 20%, y los consejeros sin participación en la propiedad han pasado del 43% al 60%, siendo los principales propietarios representados la Fundación de La Caixa, Caja Canarias, Mutua Madrileña y el FROB: con excepción de la empresa de seguros, todas las demás entidades están bajo el control de las instituciones públicas.

Detrás del pequeño revuelo creado con el aumento de salario para los consejeros procedentes de Bankia subyace una característica cada vez más presente en la dinámica económica de los países avanzados, la creciente articulación de lo público y lo privado en el proceso de acumulación capitalista. No se trata solo de las famosas puertas giratorias que permiten que supuestos gestores de la administración pública, que deben velar por el bien común, pasen al dejar sus cargos políticos, sin solución de continuidad, a ocupar altos cargos empresariales (ahora para velar por el bien privado, aunque con frecuencia sin ninguna cualificación específica en la actividad de las empresas que los contratan), sin que se plantee ningún dilema moral en esas decisiones. Fichajes que son tan políticos como puedan serlo la de personajes famosos en un cartel electoral. El asunto tiene una dimensión ciertamente más estructural.

La producción de muchos bienes y servicios hace tiempo que ha perdido su carácter privado para convertirse en un proceso social, y no de un modo simplemente formal, sino de un real. En todos los casos, vemos que la representación abstracta del trabajo, también del trabajo supuesto o real de los altos ejecutivos, se tiene que expresar en dinero. Y el dinero es un producto directo de la acción del estado: no existe ningún dinero que no exprese la soberanía de uno u otro estado, y los medios de pago que no lo expresan (como las criptomonedas) no son dinero. Dejar la gestión del dinero, actual y futuro, en manos de actores privados que persiguen intereses particulares es una contradicción profunda que explica en gran medida la incapacidad para resolver la crisis financiera de forma eficiente y duradera.

Pero además, los medios de producción son en muchos casos medios de producción comunes (líneas de alta tensión, carreteras, satélites, antenas, centros de transporte, cables submarinos...) cuya generación y uso no viene determinado por las necesidades particulares de uno u otro propietario privado de tal o cual empresa en uno u otro sector, sino que se expresan como medios de producción sociales. La concesión (política) de la gestión privada no puede ocultar el carácter común de estos. La incapacidad de ver esta tendencia se refleja en la visión política dominante de la supuesta eficiencia de la división del trabajo entre un “mercado privado” productor y un estado regulador, cuando en la práctica el estado moderno tiene que producir mucho más y muchas más cosas de lo que habitualmente hace, aunque sea solamente para que el mercado pueda nacer y desarrollarse.

Esa dificultad para entender los signos de los tiempos se trasluce también en la afirmación que señalamos al principio, que la discusión sobre las remuneraciones de los ejecutivos, cuando la hace un miembro de un consejo de administración que representa a un propietario institucional, sería “técnica” si aprueba la subida de los emolumentos (o se abstiene, como hizo inicialmente la representante del FROB en el consejo de Caixabank) y “política” si se promueve su control o limitación. Tan políticos son los salarios de los consejos de ministros como los de los consejos de administración de empresas formalmente privadas pero sustancialmente colectivas. No se justifica que no puedan estar sometidos al mismo debate público en uno u otro caso. Profesor de Economía Aplicada UPV/EHU